Un casting diverso, con mucho personaje, para un nuevo MasterChef que ya ha quedado viejo (y es aún más largo)

La octava temporada de MasterChef, que se estrenó anoche, se terminó de grabar hace menos de dos meses, pero con la que ha caído parece grabada en otra época.

Si bien es cierto que debido al confinamiento mucha más gente se ha volcado en la cocina, y es probable que el concurso siga atrayendo a la audiencia, hoy todo resulta más frívolo de lo habitual. Los abrazos y los llantos, siempre forzados, no hay quien se los crea, y hay detalles que resultan chocantes, como las bromas con un aspirante que trabaja en un tanatorio, que nadie en su sano juicio habría hecho estos días.

Era imposible saber lo que iba a pasar, pero tras ocho años explotando la misma fórmula, al concurso se le notan ya demasiado las costuras, y esta situación excepcional no hace más que acentuarlas. Pobres los patronatos de turismo que han pagado por salir en el programa para promocionar unos viajes que nadie sabe si se van a celebrar. Falta, además, una parte del concurso por grabar, que como reconoce Jordi Cruz en una entrevista, los productores tendrán que solucionar sobre la marcha, en función de cómo evolucionen las medidas de confinamiento.

Un casting muy estudiado

Pero al César lo que es del César. Si MasterChef es uno de los programas de televisión de mayor éxito de los últimos tiempos, lo es en gran medida gracias al buen ojo de los seleccionadores del casting, que cada vez es más diverso.

Este año tenemos una transexual gitana, una comandante del Ejército del Aire, un hipster que va de rockero, una viajera en silla de ruedas, un pijo presumido, una vieja adorable o una belga que baila sevillanas.

Entre las más de 30.000 personas que se presentaron al casting, había de todo y para todos, suficiente personaje para llenar más de tres horas de programa y, por primera vez, hacer una doble prueba de selección.

Entre los 50 primeros seleccionados se ha elegido a 10 de los 15 concursantes en un primer casting, los otros 5 han tenido que ganarse el puesto en una prueba por equipos celebrada en el monasterio de Guadalupe, en la que ha habido cuatro equipos: dos formados por los concursantes ya seleccionados, y otros dos los que se habían llevado el delantal negro durante el primer casting. Un lío.

Triple casting

Tras casi dos horas de programa, en el que el jurado ha probado 50 platos –buenos, malos y, en general, regulares– se ha celebrado otra selección, a imagen y semejanza de las clásicas pruebas de exteriores, que se alternaba con vídeos de presentación de todos los aspirantes (los que entraban y los que no), lo que ha hecho aún más largo el programa, que ha acabado a las dos de la mañana. En esto tampoco mejora la cosa.

Aunque los concursantes han trabajado en cuatro equipos, el veredicto era individual. Cada grupo ha tenido que cocinar una receta supuestamente basada en la cocina monacal –platos que sospechamos no han cocinado los monjes en la vida–, elaborados con productos extremeños (porque el tema de las promociones tampoco ha cambiado).

Eran cuatro platos relativamente sencillos: sopa de cebolla con chips de alcachofas, bacalao monacal (con espinaca crujiente, parmentier, huevo duro y vinagreta de almendras), cabrito en adobo y flores extremeñas con torta del Casar y espuma de albahaca.

¿El resultado? Bastante decente, aunque, claro, ha habido fallos. La habitual descoordinación entre desconocidos, a cada cual más peculiar, ha brillado en todo su esplendor. Pero, de nuevo, parece que estamos en un déjà vu. Todo es más de lo mismo. Cocina la justa y mucho reality.

Tras el cocinado, el jurado ha ido expulsando a los aspirantes con delantal negro que peor lo habían hecho, entre ellos el único concursante vegano, y a otros les ha llevado a la prueba de eliminación, donde se han enfrentado además al equipo de aspirantes ya seleccionados que había perdido la prueba.

Prueba de eliminación

Ya de vuelta en el plató, los nueve concursantes con delantal negro se han enfrentado a la clásica prueba de eliminación. Iván, el concursante calificado como el mejor de la prueba por equipos, ha tenido que escoger a dos aspirantes para salvarse de la eliminación. Han sido Fidel, el rockero hipster, y Sara Lúa, que, como Iván, es gallega.

Al final, son siete los concursantes que se han enfrentado a la primera prueba de eliminación, en la que han recibido la visita de Oriol Castro y Eduard Xatruch, del restaurante Disfrutar.

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Los aspirantes se han tenido que enfrentar a diversas pruebas básicas de cocina, en la que se iba salvando quien mejor lo hacía. Primero han tenido que cocinar una mayonesa con huevos de codorniz, a mano; después, cortar un tomate en concassé, una cebolla en brunoise, un pimiento en juliana y un manojo de cebollino bien picado; y, por último, una tortilla francesa con un huevo de avestruz, acompañada de las verduras y mayonesa cocinadas en las anteriores pruebas.

El primer eliminado del programa ha sido Sito, el empleado de tanatorio, que no ha sido capaz de hacer la tortilla francesa. Al menos se ahorrarán las bromas sobre decesos, lo que seguro están agradeciendo hoy los productores del programa.

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