Hemos hablado largo y tendido del enorme impacto ambiental de nuestro consumo de carne. Según estimaciones de la FAO, el ganado es causante de un 65 % de las emisiones de gases de efecto invernadero producidas por la actividad humana, un impacto que no dejará de subir a medida que la dieta de las sociedades en desarrollo vaya incluyendo más carne.
Una reciente comisión científica organizada por The Lancet insistía en que el consumo de carne roja debería reducirse a la mitad en todo el mundo, tanto por motivos de salud cómo por su impacto medioambiental, y otro estudio reciente, este publicado en la revista Science, insistía en que solo una migración masiva a una dieta de base vegetal podría aliviar los problemas de sostenibilidad del planeta.
Nadie duda ya de que el auge del veganismo –una dieta hasta ahora muy minoritaria y asociada casi siempre al activismo político– empieza a notarse en buena parte del mundo desarrollado, en parte por un aumento de la conciencia en torno al sufrimiento animal, pero también debido a una mayor sensibilización respecto a la problemática del cambio climático.
El menor impacto ambiental de los productos veganos es precisamente uno de los principales reclamos de los fabricantes de alternativas vegetales a la proteína animal, sucedáneos de hamburguesas o atún elaborados a partir de legumbres y soja, pero también la conocida como carne de laboratorio, que muchos ven como el próximo gran bombazo de la industria alimentaria.
Pero, si bien el impacto ambiental de la industria cárnica está de sobra estudiado, aún no hay información fiable sobre cuál será el impacto real de una fabricación de carne sintética a gran escala. Y un nuevo estudio, publicado en la revista Frontiers for Sustainable Food Systems, sostiene que la carne cultivada en el laboratorio podría acelerar el cambio climático a largo plazo lo mismo o más que la carne convencional.
El impacto ambiental de la carne sintética
Aunque las investigaciones para recrear la carne animal en el laboratorio datan de finales de los años 90 –cuando la NASA empezó a explorar nuevas formas de alimentar a los astronautas–, fue en 2013 cuando se presentó al mundo la primera hamburguesa de ternera sintética, creada por un grupo de investigadores de la Universidad de Maastricht (Holanda), dirigidos por Mark Post, a través de células madre del hombro de una vaca.
La compañía de Post, Mosa Meat, recibió el año pasado 8,8 millones de dólares en una ronda de financiación y asegura que tendrá sus productos listos para comercializarse en 2021. Pero, pese a afirmar que su carne es más sostenible, no ha ofrecido ningún dato sobre el impacto ambiental de esta.
Los autores del nuevo estudio, investigadores del departamento ciencias ambientales de la Universidad de Oxford, aseguran que los estudios que calculan las emisiones de gases de efecto invernadero de la cabaña bovina –la más problemática en materia de emisiones– han agrupado los gases como si fueran todos equivalentes. Pero no todos los gases funcionan de la misma forma.
Las vacas producen mucho metano, y el metano es muy malo para el calentamiento global, peor incluso que el CO2. Sin embargo, sólo permanece una docena de años en la atmósfera. El dióxido de carbono, por otro lado, no desaparece en más de un siglo. Y, en la suma de riesgos, nadie había tenido hasta ahora en cuenta las emisiones de carbono de las futuras fábricas de carne sintética, si es que estas están destinadas a sustituir a la carne convencional.
Los investigadores han comparado el impacto sobre la temperatura del planeta del ganado vacuno y la producción de carne cultivada en un periodo de 1.000 años, utilizando las supuestas emisiones de gases de efecto invernadero de la carne sintética actualmente disponibles en la literatura científica y tres sistemas diferentes de producción de carne de ternera estudiados en anteriores modelos climáticos.
Un ejercicio de especulación
Como reconocen los autores, se trata de un ejercicio enormemente especulativo. Ninguna compañía que fabrique carne de laboratorio tiene una instalación de producción completamente operativa y hay pocos detalles sobre el impacto ambiental de sus sistemas de producción, pues se trata de un campo en el que hay mucho dinero en juego, y mucha competencia, por lo que las compañías son muy celosas a la hora de compartir cualquier información sobre sus procesos.
El estudio, además, extrapola la información disponible en un periodo de 1000 años sin tener en cuenta que en todo este tiempo es más que probable que se mejoren los sistemas de producción para hacerlos más sostenibles. “Hicimos lo mejor que pudimos”, asegura el autor principal del estudio John Lynch a Quartz “Examinamos toda la literatura, pero sigue siendo un problema fundamental el hecho de que no tenemos idea de si [los datos] se corresponden con lo que las empresas están haciendo o no”.
Y este es la principal virtud del estudio: señalar que, como suele ocurrir cuando hay empresas de por medio, no deberíamos creernos las afirmaciones gruesas sobre el impacto ambiental de productos que acaban de salir al mercado o siquiera lo han hecho aún, máxime cuando no se acompañan de datos concretos.
Esto también es aplicable a las empresas que fabrican nuevos ultraprocesados vegetales que tratan de imitar a la carne o al pescado. Todas insisten en que sus productos tienen una huella ambiental mucho menor que la carne de animales, lo que probablemente sea cierto, pero no hay estudios fiables sobre su verdadero impacto ambiental: en parte porque su volumen de producción aún es muy pequeño, pero también debido al secretismo existente en torno a sus procesos. Y lo que seguro no deberíamos dar por cierto es que su impacto ambiental es similar a la de los productos que contienen por separado (como las legumbres), pues su fabricación requiere un procesado que tiene, necesariamente, un impacto.
Como explicaba Tamar Haspel en un interesante artículo publicado en The Washington Post, “si estás buscando consejos sobre cómo elegir alimentos que sean amigables con el clima, encontrarás que hay muchos de ellos. Desafortunadamente, la mayor parte es errónea o evidente por sí misma. En la categoría ‘incorrecta’ está el consejo para comprar productos locales u orgánicos. A veces esas son mejores elecciones climáticas y otras no, y es casi imposible saber cuál es cuál. En la categoría ‘evidente’ está el desperdicio, y cómo debes intentar generar menos, tanto en alimentos como en envases”.
No hay duda de que es mejor para el planeta (y también para tu salud) comer menos carne, pero –cuestiones morales perfectamente defendibles aparte– los nuevos productos veganos no son necesariamente mejores para luchar contra el cambio climático, o quizás no todo lo que creeemos, máxime cuando van asociados a costosos procesos de producción. Tampoco todas las prácticas ganaderas son igual de contaminantes: la ternera contamina más del triple que el cerdo o el pollo, pero el cordero contamina aún más.
Habría que estudiar cada producto concreto por separado y en escala, y es algo que, con respecto a los nuevos sucedáneos veganos, aún no se ha realizado. El estudio de la Universidad de Oxford solo demuestra que no podemos asumir que la carne de laboratorio será necesariamente mejor para el medio ambiente; la investigación tampoco prueba que sea peor. Pero el estudio no es el primero en advertir sobre el impacto potencial de la carne de cultivo sobre el clima, y no será el último. A medida que siga creciendo la preocupación por el impacto ambiental de lo que comemos los consumidores demandarán más transparencia, y esto siempre es positivo.
Imágenes | iStock/Memphis Food/Universidad de Maastrich
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