Más de 35.000 personas han participado en las protestas que las principales organizaciones profesionales agrarias de España –ASAJA, COAG y UPA– convocaron la semana pasada en catorce puntos de siete comunidades autónomas.
Las manifestaciones y paros que continuarán estos días bajo el lema “agricultores y ganaderos al límite” vienen marcados por los incidentes violentos acontecidos la semana pasada en Don Benito (Badajoz).
El enfrentamiento de los agricultores con la policía acabó con 19 heridos leves, y, aunque las asociaciones han condenado la violencia, todo apunta a que el conflicto podría recrudecerse, pues se han anunciado todo tipo de paros y cortes de carreteras durante los próximos días.
El ministro Luis Planas ha creado una mesa de diálogo con las organizaciones profesionales que celebró ayer su primera reunión y se ha comprometido a presentar el borrador de una Ley de Cadena Alimentaria con medidas para regular los precios que podría incluir la prohibición de la venta a pérdidas, una reclamación histórica del sector. Los representantes de los agricultores han agradecido la actitud del ministro, pero no piensan desconvocar las manifestaciones programadas.
Los análisis en prensa se preguntan cómo hemos llegado hasta aquí, y cunde la impresión de que ha estallado una conflictividad ignorada. Una conflictividad de la que, claro está, enseguida se ha buscado rédito político.
Pero, aunque se hayan asociado las manifestaciones a la reciente subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) anunciado por el Gobierno –a la que, en efecto, se oponen las asociaciones agrarias–, las demandas de los agricultores van mucho más allá, y no solo afectan al sector primario, sino también al conjunto del sistema de alimentación.
“EL SMI es la gota que ha colmado el vaso, pero no estamos en la calle solo por el SMI”, asegura a Directo al Paladar Juan José Álvarez, director de relaciones institucionales de Asaja. “Nosotros lo que queremos es unos precios en origen justos, lo llevamos reclamando años. Hay que equilibrar la cadena agroalimentaria”.
El campo da dinero, pero no a los agricultores
Tras ver las manifestaciones de estos días corremos el riesgo de pensar que la agricultura es una actividad cada vez menos lucrativa, que no ha sabido adaptarse a los tiempos que corren y sobrevive de las subvenciones. Pero lo cierto es que el sector primario va mejor de lo que podríamos pensar.
Según datos del Ministerio de Agricultura, la renta agraria lleva subiendo desde 2012 y, aunque en 2019 bajó un 9 %, alcanzó en 2018 una cifra récord de 30.217 millones de euros. A esto hay que añadir que las exportaciones agroalimentarias han aumentado un 97,5% en la última década.
¿Qué está ocurriendo entonces? El problema es que estas buenas cifras macroeconómicas no están repercutiendo positivamente en agricultores y ganaderos. Más bien todo lo contrario.
“A la agricultura le va bien, a los que les va mal es a los agricultores”, explica a Directo al Paladar José Luis Miguel, secretario técnico de COAG. “Hay cierto tipo de empresas que dominan la producción y hay un cambio de modelo en la agricultura que está acorralando a la explotación familiar”.
El problema a priori más evidente es la enorme diferencia existente entre lo que paga el distribuidor al agricultor y el precio final de los productos que el consumidor se encuentra en el supermercado.
Las patatas se pagan hasta ocho veces más caras (de 15 céntimos a 1,2 euros el kilo); las naranjas multiplican por siete su valor (de 23 céntimos a 1,55 euros); y el pollo triplica su precio (de 82 céntimos a 2,82 euros). La crisis del campo es transversal a la mayoría de sectores, pero no es de extrañar que las zonas donde se está viviendo una mayor conflictividad sean focos olivareros: el aceite virgen extra está a 2,05 euros el litro de media, cuando hace apenas dos años estaba a 4 euros.
Y este desequilibrio, insisten los agricultores y ganaderos, no se justifica en una cadena de valor claramente descompensada. Pero esta descompensación quizás no es tal como la imaginamos.
Un doble embudo
Como explicaba recientemente COAG en su informe La “uberización” del campo español, las 945.000 explotaciones agrícolas y ganaderas que hay en España están en la mitad de la cadena de valor, en la parte ancha de un doble embudo.
Por un lado están los proveedores de fitosanitarios y maquinaria, también fuertemente concentrados en un puñado de empresas muy poderosas que han pasado por fusiones recientes (Monsanto y Bayer, Dow y Dupont, Syngenta y ChemChina…). Los precios de los productos no paran de bajar, pero el de los insumos (abonos, fitosanitarios, combustibles, semillas…) ha subido conforme al cauce natural de la economía, en un entorno de escasa competencia.
Por el otro lado está la distribución comercial, fuertemente concentrada: los seis primeros grupos de distribución concentran el 55,4% de la cuota de mercado en España.
“Esta presión que se hace desde los extremos estrangula a los agricultores, porque son los que tienen el menor poder de negociación”, explica Miguel. “La gran distribuidora marca las pautas, pone normas privadas, y tienes que casarte con ellos para poder vender tus productos dentro de esta gran cadena”.
Para entender este doble embudo que sufren las explotaciones agrarias es paradigmático lo acontecido en el sector de la uva de mesa, que COAG pone como ejemplo de esta “uberización” del campo.
En la Región de Murcia, donde se produce un 46% del total nacional –en un sector que antes dominaba la Comunidad Valenciana–, la comercialización se concentra en tres grandes empresas (Moyca Grapes, El Ciruelo y Frutas Esther) que acaparan alrededor del 85 % de la uva de esta zona.
El funcionamiento de estos grupos respecto a los productores es similar al extendido ya en sectores como el porcino: los agricultores asumen el riesgo productivo, mientras mantienen la propiedad de la tierra. Tienen contratos de compra-venta a largo plazo bajo los que se supervisa toda la producción. Estos incluyen, además, permisos para plantar y producir las variedades que son propiedad de las integradoras –aunque su desarrollo tiene origen en centros de investigación públicos–, previo pago de royalties. Los precios que se pagan al agricultor cubren los altos costes de producción, pero como denuncia COAG se trata de una rentabilidad supervisada y muy limitada, dependiente por completo de la integradora.
Todo esto ha hecho que en la Región haya caído de forma importante el número de agricultores de uva: solo aquellos que han logrado tener una dimensión considerable permanecen en el sector, pero, según COAG, reconvertidos prácticamente en obreros agrarios. Algo que resulta paradójico teniendo en cuenta que, dados estos procesos de integración, cada vez hace falta más tierra para vivir de la agricultura.
La diferencia entre los precios en origen y los que paga el consumidor no es, a la vista de estos datos –y teniendo en cuenta que la agricultura sigue ganando dinero– el único problema del sector. Sería un error pensar que son las grandes cadenas de supermercados las que se lo llevan muerto, pues basta echar números para observar que, descontando gastos, los márgenes de beneficio que tiene Mercadona, Carrefour, Lidl o cualquier otro gran grupo de supermercados en los productos frescos es solo de entre el 1 % y el 3 %. El grueso de dinero en esta descompensada cadena de valor se reparte en el doble embudo del que hablábamos antes, en el que participan las grandes empresas agrícolas. La guerra no se libra entre agricultores y distribuidores, sino entre pequeños agricultores y grandes compañías agrícolas, y las empresas, cada vez más concentradas, que suministran los materiales a estos.
Un pastel con muchas guindas
A este problema estructural del sector hay que sumar además un sinfín de problemas coyunturales que están haciendo que la presión sobre los agricultores se torne insostenible: los aranceles que ha impuesto Trump a los productos agrolimentarios de Europa, el Brexit, el veto ruso a las exportaciones… Situaciones que, quizás, se podrían superar por separado y en una situación más favorable, pero que en este escenario colocan a los agricultores al borde del precipicio.
“El agricultor sale a la calle a defender su futuro”, insiste Álvarez. “Hay que alimentar a la población tres veces al día, es un sector estratégico, y todo lo que hablamos de desarrollo rural y la España Vaciada se va a poder hacer poco si desaparece la agricultura”.
Los portavoces de COAG y ASAJA insisten en la necesidad de que la población general sea consciente de lo que ocurre en el campo, un sector sobre el que, aseguran, hay un profundo desconocimiento, al que no ayuda, insisten, las campañas de desprestigio de grupos animalistas y ecologistas, ni tampoco cierto clima de opinión que señala al agricultor (sobre todo el del sur) como un pozo sin fondo de subvenciones.
“Uno de los sectores más afectados por los costes laborales es de las frutas y hortalizas, que es el que más emplea, y ese no tiene ayudas, compite de forma feroz con producciones de Marruecos”, explica Miguel. “Hay otros sectores que sí tienen ayudas, porque si no las tuvieran pasarían hambre. Hay una tendencia a precios bajos y es imposible comercializar de forma independiente. Esa es la realidad”.
Al final, tras toda esta problemática, hay un claro debate político, sobre el modelo de sistema alimentario que quremos como sociedad. “Está claro que necesitamos que el Gobierno y la sociedad apueste por un modelo en el que tenga cabida la explotación social y familiar, con toda la eficiencia, pero que no deje atrás al productor y se crea en ello, porque es un modelo que produce alimentos de calidad, mantiene la diversidad, y una estructura más rica del medio rural”, concluye Miguel. Y en este debate de fondo ni las subvenciones ni la subida del SMI son verdaderamente relevantes.
Imágenes | COAG/ASAJA/iStock
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