Los españoles comemos casi todas las semanas pollo, cerdo o ternera, pero son muy pocas las personas que tienen el cordero en su dieta habitual. Su consumo ha caído en picado: en solo diez años las ventas se han reducido a la mitad.
No es que su consumo haya sido siempre elevado. Si bien la cabaña ovina ha tenido una importancia vital para el interior de España desde la Edad Media, su valor económico residía en la producción de lana y leche, no tanto de carne, que solo se comía en fiestas señaladas o cuando se accidentaba algún animal. Pero los cambios en los gustos alimenticios de los españoles añaden otro problema a la ya maltrecha industria del ovino.
Lo cierto es que el sector no ha dejado de encogerse en los últimos años: los reveses de la Política Agraria Comunitaria, unidos al envejecimiento de los ganaderos y a la dificultad de industrializar la producción –las ovejas no pueden criarse de forma intensiva, como cerdos o pollos– han hecho que la cabaña ovina española pase de los 22 millones de animales en 2007 a 15,8 millones en 2018.
Este brutal descenso de los rebaños tiene un importante impacto en las zonas rurales. En la actualidad, el ovino es una de las pocas actividades ganaderas que realmente tiene conexión con el entorno natural: los animales siguen teniendo que pastar en el campo, lo que es fundamental para el mantenimiento del despoblado rural español, pero también del propio monte, que sin pastores queda abandonado (con todo lo que esto implica, por ejemplo, para el control de los incendios).
En busca de un futuro
Antonio Enfedaque, y sus hijos Antonio y Ángel, tienen un rebaño de 2.200 cabezas en Villanueva de Gallego, un pueblo de casi 5.000 habitantes, pegado a Zaragoza.
“Aunque hay industria y estamos cerca de la ciudad, sin ganado ovino este pueblo desaparecía”, afirma rotundo Enfedaque padre. La situación es más crítica en pequeños pueblos donde los rebaños de ovejas son, en ocasiones, la única fuente de ingresos.
“La industria del cerdo no se va a sitios alejados”, explica el ganadero. “Las ovejas salen al campo, aprovechan lo que hay cada temporada, cosas que ningún animal, aparte de la cabra, puede aprovechar”.
Los Enfedaque son cooperativistas del Grupo Pastores y tienen una de las explotaciones más punteras de la región, pues se han empleado a fondo para mejorar la raza rasa aragonesa, una de las ovejas autóctonas de la zona, de la que se obtiene la carne con Indicación Geográfica Protegida (IGP) de Ternasco de Aragón.
Su objetivo es que las ovejas sean más prolíficas, uno de los grandes problemas de esta raza a la hora de alcanzar la productividad que demanda el mercado de hoy en día. Su rebaño tiene ya un índice de pariciones muy elevado y unas características genéticas tan buenas que venden borregas –ovejas de menos de un año– a otros ganaderos que quieren mejorar sus rebaños.
Aún así, pocos envidiarían su trabajo: el ganado ovino sigue requiriendo una dedicación completa. La del pastor es una vida sin vacaciones, que obliga a trabajar 365 días al año, muy difícil de vender entre los jóvenes. “En todos los sitios tiene que haber alguien tocado de la cabeza para meterse en esto”, confiesa Enfedaque padre.
Sus hijos son una rara avis. Nadie quiere ser pastor: otro problema más que añadir a la lista de dificultades que atraviesa la ganadería ovina, en una región que en tiempos pretéritos fue famosa, precisamente, por la calidad de sus ovejas.
La empresa más antigua de España
Hoy asociamos la presencia de ovejas con el medio rural, pero hasta el siglo XVIII el ganado ovino era característico de las ciudades.
Si bien los pastores llevaban a las ovejas a pastar a los montes de las afueras, las ciudades concentraban todos los servicios asociados al ganado ovino: peleterías, carnicerías, queserías, telares, pergamineros –el papel no se empieza a usar hasta el siglo XV–, seberos –que fabricaban velas y candiles con sebo–...
En la Edad Media Zaragoza llegó a tener censadas 400.000 ovejas, frente a 25.000 personas, una ratio de ovejas por habitante que hoy solo se da en Nueva Zelanda. Era, de lejos, la industria más importante.
En 1504 había en la ciudad 36 talleres de violeros, lo que hoy conocemos como lutieres, pues las cuerdas de los instrumentos, que se exportaban a todo Europa, se fabricaban con tripa. Y si contamos las ovejas que decoran los frescos de la catedral podremos ver nada más y nada menos que 137 ovejas. Zaragoza era, en todos los sentidos, la capital europea del ovino.
El de los ganaderos era un colectivo tremendamente poderoso en la corona de Aragón. Agrupados en torno a la Cofradía de San Simón y San Judas, que pronto se conocería popularmente como la Casa de Ganaderos, los ovejeros tenían la capacidad, incluso, de administrar la justicia civil y criminal de todo lo que afectara a su negociado. Cualquiera que atacara un pastor sabía que podría ser juzgado en su propio tribunal y acabar en la horca sin que nadie más interviniera.
Como explica Armando Serrano, director de la Fundación Casa Ganaderos y responsable de su archivo, la actividad de esta agrupación de ganaderos se remonta al 18 de mayo de 1218 –55 años antes de la creación de La Mesta castellana–, cuando el rey aragonés Jaime I firma un privilegio que otorga jurisdicción civil y criminal a Domingo de Montealtet, Justicia de la casa. Este documento, cuyo original sigue a buen recaudo en el archivo que custodia Serrano, certifica que Casa de Ganaderos es, nada más y nada menos, la empresa más antigua de España, pues su actividad no se ha detenido desde entonces.
Desde el siglo XVIII, los ganaderos de la casa no pueden mandar a nadie a morir ahorcado –aunque tuvieron esta potestad casi 500 años–, pero sus 270 socios siguen comercializando el ternasco de Aragón, un producto centenario (la primera referencia en el que se le nombra como tal se encuentra en un documento de la casa fechado en 1672) que lucha por subsistir en un entorno donde ni las ovejas ni los pastores son lo que eran.
En busca de un nuevo consumidor
El Consejo Regulador del Ternasco de Aragón –que primero fue Denominación Específica y, tras la incorporación del sistema europeo, IGP– nació en 1992, con el objetivo de todos los organismos de este tipo: proteger un producto especial, para diferenciarlo de sus competidores y darle un valor que, sin un sello de garantía, es difícil de probar.
Aunque el Ternasco de Aragón se sacrifica con más del doble de edad que el cordero lechal –el único apreciado en buena parte de España–, sus características organolépticas tienen poco que envidiar a este. Su sabor suave y tierno, de ahí su nombre, proviene de las características de las razas autóctonas de la zona (rasa aragonesa, ojinegra de Teruel y roya bilbilitana), pero también de una alimentación y crianza perfeccionada con los años.
Se trata de un producto excepcional, pero con un gran problema de comercialización: tanto los hogares como la hostelería demandan casi exclusivamente las costillas y la paletilla. Y su consumo se limita en gran medida a bodas, bautizos y comuniones, además de las fiestas navideñas, cuyas subidas de precio, asegura Enfedaque, apenas repercuten en los ganaderos.
Como apunta Diego Franco, director de marketing del Grupo Pastores –la cooperativa que produce el 75% del cordero de la IGP–, el cordero en España sería verdaderamente rentable si tuviera cuatro paletillas en vez de cuatro patas, una anomalía que no ocurre en ningún otro lugar: nuestro país es el único de la Unión Europea en el que la pierna es más barata que la paletilla.
Los productores de ovino, organizados en torno a la interprofesional del sector, Interovic, llevan años luchando por promocionar otros cortes del cordero que aumenten la rentabilidad del mismo. Es el caso de los churrasquitos, trozos de falda adobada al estilo del pincho moruno; el turnedó, medallones de pierna deshuesada envueltas con el redaño del propio cordero; o los filetes de pierna deshuesada, ideales para preparar a la plancha y presentar en bocadillos.
Son cortes que siguen siendo tremendamente económicos, pero dan un pequeño empujón a piezas con un precio irrisorio. Si la falda de ternasco vale entre 5 y 7 euros, presentada en forma de churrasquitos se puede vender a entre 8 y 9 euros el kilo, una diferencia que puede ser vital para los ganaderos.
El cordero no pasa por su mejor momento, pero Franco confía en que la situación mejore más pronto que tarde: “Estamos haciendo de todo, y desde hace cinco años se ha frenado la caída. Seguimos bajando, pero hemos pasado de bajar un 12 % al año a bajar un 5 %.”
La clave del éxito, asegura, reside en “volver a estar en la cabeza de la gente”. Y esto se logra no solo revalorizando un producto que merece la pena redescubrir, sino también insistiendo en su importancia para la economía local. “Hay una puerta abierta a la esperanza porque nuestro producto es más sostenible con el medio ambiente y rural que otras carnes”, concluye Franco.
Imágen de portada | Grupo Pastores
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