En España hay 750.000 gitanos. Es una de las minorías más importantes de España, y una de las más antiguas: llevan en la península desde el siglo XV. Pero, como ocurre en todos los campos de su cultura –con excepción de la música–, apenas conocemos nada sobre su gastronomía. Y haberla hayla.
Como explica a Directo al Paladar el cocinero jerezano Manuel Valencia, uno de los primeros gitanos que llevó el delantal de chef, no se puede hablar de una cocina gitana como tal –más allá de algunos guisos genuinamente gitanos, como las habichuelas con hinojo–, pero sí de una aportación importante de la etnia al conjunto de la cocina española, especialmente relevante en Andalucía, que jamás ha sido reivindicada.
Fue en el conocido como “triángulo del cante”, la zona comprendida entre Sevilla, Jerez y Ronda que vio nacer el flamenco, donde el pueblo gitano, hasta entonces fundamentalmente nómada, empezó a encontrar vivienda fija, gracias a la existencia de cortijos y viñas donde se les contrató como mano de obra barata.
Fue en estos cortijos y bodegas donde payos y gitanos comenzaron a mezclarse, una unión de la que surgió el flamenco, pero también algunos de los platos más reconocidos de la cocina andaluza.
Valencia explica en su libro La cocina gitana de Jerez, que las mujeres gitanas, que atesoraban conocimientos culinarios inmemoriales, empezaron a introducir productos silvestres a los platos. Hablamos de plantas como el hinojo, el cardillo, las alcachofas silvestres o los espárragos trigueros, pero también de caracoles o cabrillas, que vendían los charangueros, vendedores ambulantes que casi siempre eran gitanos.
El cocinero apunta también en su libro que los gitanos fueron los primeros en introducir en la cocina ciertas setas comestibles, como el champiñón silvestre o la seta de cardo.
Las primeras grandes cocineras
Debido a su buena mano con los guisos, las gitanas pronto fueron reclamadas como cocineras en los cortijos e, incluso, montaron sus primeros negocios de hostelería.
Cuenta Valencia que Manuela Jiménez Jiménez, más conocida como Tía Maora, llegó a montar en el siglo pasado una caseta en la feria a la que se acercaba toda la intelectualidad de la época para probar sus guisos.
La madre del legendario guitarrista flamenco Manuel Morao (que tiene ya 91 años) era famosa por el menudo (los callos a la andaluza), los retorteros (amígdalas de ternera), los morros o el potaje con pringá. Platos muy económicos, pero con muchos trabajo para prepararlos, que llevaban a personalidades como Manolo Caracol o Antonio Ordoñez a hacer cola en su puesto.
Cocineras como la Tía Maura revalorizaron toda la cocina de casquería –los despojos de las reses que en Andalucía se conocían como “gardingas”–, en platos gitanos míticos como la granadina tortilla del Sacromonte, pero también dieron su forma actual a guisos como la berza, un potente cocido de legumbres típico de Jerez que las gitanas cocinaban como nadie.
Fue también en esta época, y en esta zona, cuando los gitanos comenzaron a trabajar en la mar, poniendo en valor especies hasta entonces repudiadas, a las que estos trabajadores, siempre humildes, dieron salida.
En concreto, fueron los gitanos los que empezaron a consumir escualos. Pescados como el cazón, el pez espada, el marrajo o el pez limón (conocidos entonces como “pescados de bastina”) requerían de horas de trabajo en su manejo y limpieza para ponerse a la venta. Los gitanos vieron la oportunidad de aprovechar este género y legaron a Andalucía alguna de sus frituras más populares.
Hasta la popular tortilla de camarones tiene aparentemente origen gitano. Se cree que el plato surgió en el barrio de “Las Callejuelas”, el más humilde de San Fernando (Cádiz), repleto de gitanos, y fue también una gitana, Catalina Pérez, la que popularizó la forma actual de la tapa (que en origen era más basta) en la Venta de Vargas: el templo del flamenco en el que comenzó a actuar un joven Camarón de la Isla.
Una integración que sigue siendo difícil
Hoy 8 de abril se celebra el Día Internacional del Pueblo Gitano, que conmemora el Primer Congreso Mundial romaní celebrado en Londres en 1971. Fue entonces cuando se instituyó la bandera y el himno gitano y comenzaron los esfuerzos por visibilizar la cultura (y los enormes problemas) de un pueblo nómada constantemente maltratado por la historia.
Pese a que, como hemos visto, los gitanos hicieron grandes aportaciones a la gastronomía, sus mujeres eran famosas cocineras y los hombres comenzaron a trabajar muy pronto como camareros en todo tipo de bares y restaurantes, los cocineros gitanos siguen siendo hoy difíciles de encontrar.
David Salazar es la excepción que confirma la regla. Este cocinero oriundo de Zafra (Badajoz) viene de una estirpe de gitanos hosteleros. Su abuela, que vendía lotería y limpiaba botas, logró un permiso del Ayuntamiento para regentar el bar de un parque municipal, donde empezó a ofrecer comidas. Sus padres abrieron después un restaurante, donde Salazar comenzó a trabajar como camarero, pero decidió que lo suyo era cocinar y marchó a estudiar a la escuela Hofmann, en Barcelona.
Salazar ha trabajado en las cocinas de Martín Berasategui y, actualmente, forma parte del equipo del nuevo restaurante Leña, de Dani García, cuya inauguración ha tenido que dilatarse debido al coronavirus.
El cocinero asegura que, a diferencia de lo que ocurre en otros ámbitos, en la cocina, un mundo repleto de inmigrantes, no ha notado racismo, pero cree que “al ser gitano tienes que ser mejor que nadie, pues nada te viene hecho”.
Cuestión de educación
La educación sigue siendo el principal escollo en la incorporación de los gitanos a profesiones como la de cocinero. Según datos de la Fundación Secretariado Gitano, del alumnado gitano que comienza a cursar la ESO solo finaliza los estudios un 20 %.
Eustaquia Cortés (en la foto) fue una de las afortunadas que logró acabar sus estudios y se convirtió en la primera enóloga gitana. “Sí que es verdad que en Andalucía ha habido siempre mucho gitano en las bodegas, dentro del vino, pero licenciados como tal fui la primera”, explica a Directo al Paladar. Todo un logro, teniendo en cuenta el machismo que sigue imperando en buena parte de las familias gitanas.
Hoy Cortés es patrona de la Fundación Secretariado Gitano y trabaja por visibilizar el estigma que sigue arrastrando su pueblo: “Tenemos que hacer un doble esfuerzo, en mi caso triple. Hay que añadir el doble esfuerzo de ser mujer y el de ser de una minoría étnica. Seguimos encontrando escollos”.
Como cuenta la enóloga, el mundo de la hostelería, sobre todo en Andalucía, está repleto de gitanos, pero son muy pocos los que llegan a determinados niveles, en parte por la falta de educación, en parte también por el estigma que siguen arrastrando.
“Es un mundo elitista, los niveles de protocolo y de todo está ahí, y a partir de un punto no crecemos”, explica Cortés. “Hay zonas de España donde no encontrarás un cocinero gitano, a partir de cierto nivel cuesta mucho más trabajo llegar”.
Aunque muy lentamente, las cosas, por suerte, van cambiando. “La escuela de hostelería de Jerez ha dado mucha oportunidad a que estudien los gitanos”, asegura Valencia. “Hay mucho gitano joven que se dedica a la cocina, y alguno cocina de maravilla”.
“Es verdad que los trabajos que se están haciendo a nivel de igualdad y de integración, se van viendo, pero somos un colectivo desfavorecido, incluso frente a otros colectivos que están emergiendo en las últimas décadas, y nos queda mucho mucho trabajo”, concluye Cortés.
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