Cómo lograr que un alimento que has odiado siempre te acabe gustando

Casi todas las personas podemos nombrar alimentos que, aseguramos, no nos gustan. Los hay que aparecen con más frecuencia en la lista –casquería, pescados, verduras…– y los hay que menos –carnes, dulces, pasta…–, pero la aversión tiene casi siempre las mismas características: es irracional y, en muchos casos, condicionada.

Puede que nos guste la salsa de tomate, pero no el tomate natural, o tengamos un rechazo absoluto a la cebolla en crudo, pero nos encante cuando se sirve caramelizada. “Es por la textura”, solemos decir. Pero, en realidad, las causas de este rechazo suelen ser bastante más complejas.

No existe una explicación única para el rechazo a un alimento, pero, excepto en la infancia, no suele estar relacionado con condicionamientos biológicos. Cierto es que existen intolerancias y alergias que nos impiden comer unos alimentos, pero esto no significa que no nos gusten: la mayoría de los celiacos están deseando comer pan, y les gustaba antes, aunque les sentara de pena. En demasiadas ocasiones las intolerancias o alergias se utilizan como excusa para no tomar ciertos alimentos, lo que puede llegar a ocasionar verdaderos problemas nutricionales. Solo un diagnóstico médico puede confirmar tal cosa.

El rechazo a determinados alimentos suele tener un origen puramente psicológico

Sí existen evidencias científicas de diferencias genéticas que hacen que algunas personas sean más sensibles a ciertos químicos en los alimentos, algo que se ha estudiado sobre todo en torno al cilantro, un alimento que tiene muchas opiniones encontradas —o lo amas o lo odias–. Pero hay personas con más sensilibilidad a su sabor a los que les encanta, y otras sin ella que lo rechazan. No existen por tanto determinantes genéticos claros que expliquen nuestro rechazo visceral a ciertos alimentos.

La explicación más aceptada para el “no me gusta” es un rechazo de tipo puramente psicológico –y, por lo tanto, modificable–, que se origina por dos motivos principales.

“No me gusta” tipo 1: no lo has probado

Hay personas que rechazan ciertos alimentos simplemente porque no los conocen. “Si tu familia nunca te ha expuesto a un alimento, nunca lo vas a consumir”, explica Adriana Oroz, de Alimmenta, una clínica de nutricionistas en Barcelona. “Hay gente que arrastra esto toda la vida. Si no ves la necesidad de probar un alimento concreto, porque comes más o menos de todo, igual no pasa nada, pero si estás viajando quizás te ves obligado a probarlo, te meten un alimento que no esperabas, lo pruebas y te gusta”.

Este es un condicionamiento de tipo cultural, y es la razón por la que ciertos alimentos gustan en unas culturas y no en otras. Si nunca hemos comido insectos probarlos produce rechazo, pero si hubiéramos aprendido a comerlos desde niño, como ocurre en otras partes del mundo, los comeríamos encantados. La razón por la que a los chinos no les gusta el queso es la misma por la que a nosotros nos resulta desagradable la medusa: son alimentos que no existen en nuestras respectivas culturas.

“No me gusta” tipo 2: tienes un trauma

Como explica Oroz a Directo al Paladar, cuando tenemos una mala experiencia con un alimento –ya sea porque nos han obligado a comerlo, nos hemos visto a consumirlo con demasiada frecuencia o nos ha sentado mal– generamos un trauma que, si no se trata, puede durar toda la vida.

Como explica en The Atlantic Anthony Sclafani, neurobiólogo del Broklyn College, si enfermamos y asociamos este malestar a un alimento desarrollaremos una aversión automática, que no siempre es fácil de eliminar.

Es muy habitual rechazar ciertas bebidas alcohólicas solo porque hemos tenido una mala experiencia con ellas

Si comes un alimento y experimentas náuseas o vómitos tu cerebro culpará a ese alimento. Eso es cierto incluso si sabes en tu fuero interno que la comida (o la bebida) no tiene la culpa. Es muy habitual rechazar ciertas bebidas alcohólicas solo porque hemos tenido una mala experiencia con ellas, y es que es más sencillo tener una mala experiencia con el alcohol que con cualquier otro tipo de bebida o alimento. No es que no te guste el whisky, es que te bebiste el Lago Ness y basta que lo huelas para que te entren ganas de vomitar.

Este es el motivo, explica Sclafani, por el que a las personas con cáncer a menudo se les aconseja que conviertan a determinados alimentos durante la quimioterapia en “chivos expiatorios”. Para evitar crear una asociación entre los efectos secundarios el tratamiento y la dieta normal de un paciente se les pide que traten de seguir una dieta distinta, de la que no sea tan problemático prescindir, al menos por un tiempo.

La infancia, origen del trauma

Muchos de nuestras preferencias y rechazos alimenticios se generan en la infancia. Antes incluso de que nazca un bebé, lo que come una madre puede influir en lo que le gustará a su hijo, porque la dieta afecta el líquido amniótico, y esa influencia continúa en los meses posteriores al nacimiento hasta el fin de la lactancia. “Si una madre come mucho ajo, la leche tiene un sabor a ajo, y su bebé aceptará más el ajo que el bebé de una madre que no come ajo”, asegura Sclafani.

Pero cuando realmente se asientan nuestros gustos, y se producen los traumas más duraderos, es durante la infancia. Si siendo pequeños asociamos recuerdos negativos a un alimento, ya sea porque nos lo impusieron o nos sentó mal, podemos arrastrar el rechazo durante toda la vida.

Es cierto que muchas cosas que no nos gustan de pequeños acaban gustándonos de mayores. Esto ocurre, sencillamente, porque, siendo conscientes de que el rechazo es irracional, hemos hecho un esfuerzo porque cierto alimento nos acabe gustando. “De pequeños no somos capaces de controlar esto, pero de mayores somos más conscientes y tenemos capacidad de reflexionar sobre la causa de la aversión hacia un alimento y darle una segunda oportunidad”, explica Oroz.

Existe otra razón por la que nuestros gustos se amplían cuando nos hacemos mayores. El gusto hacia un alimento es una mezcla de su sabor, textura y aroma y aunque nuestra percepción de los dos primeros no cambia a medida que crecemos si lo hace la de la tercera. Las personas pierden sensibilidad olfativa a medida que envejecen, lo cual es una razón importante por la que muchas personas parecen superar las aversiones de la infancia: un alimento cuyo olor resultaba demasiado intenso para un niño, se torna suave cuando somos adultos.

Los niños tienen, además, preferencias por los sabores dulces, pero rechazan los amargos. Y esto si tiene un sentido biológico. Como explica en un estudio de 2015 la doctora Nuala K. Bobowski, los niños adoran los dulces porque son los alimentos con más calorías y tienen un rechazo innato por los sabores amargos para protegerse de la ingesta de venenos, que están asociados a este sabor.

Cómo aprender a comer de todo

Existe información a patadas sobre cómo lograr que los niños coman de todo, y hay un consenso en torno a la conveniencia de no obligar nunca a los infantes a ingerir algo que rechazan, pues esto es, precisamente, lo que puede generar traumas para toda la vida.

El rechazo a un alimento generalmente se puede superar con una exposición suave y constante

“Hay que tener en cuenta la presión y la imposición con la que se mete el alimento”, explica Oroz. “Si un alimento no gusta de una manera se puede servir de otra”. La clave, en cualquier caso, es ser pacientes.

Los niños requieren una exposición continuada a los alimentos que más rechazan –que, lamentablemente, son los más saludables–, pero irán aceptando estos alimentos si los padres los ingieren de manera habitual y se les van ofreciendo poco a poco.

Y ahora viene la parte más interesante: la técnica para lograr que de adultos nos acabe gustando un alimento que rechazamos es exactamente la misma que hay que aplicar con los pequeños.

El rechazo a un alimento generalmente se puede superar con una exposición suave y constante. Los adultos también deben hacer algo que los niños realizan de forma instintiva: ponerse un alimento en la boca y luego sacarlo, sin obligarse a tragar. Eso permite que una persona se acostumbre a un sabor o textura sin asociarla necesariamente con una reacción física negativa, ya que tragar algo que no se disfruta puede ser desagradable y no hace más que aumentar el trauma.

Como apunta Oroz otra clave, que también sirve con los niños, es probar el alimento en presentaciones distintas, ya sea cocinándolo de otra forma o acompañándolo de otros alimentos que sí nos gustan.

Al final, si quieres que te guste algo te acabará gustando. No hay motivo para que no sea así.

Imágenes | iStock

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