Existe la creencia de que nuestra alimentación es hoy mucho peor de lo que era hace décadas, pero, si bien hoy afrontamos un problema de obesidad, las dietas de las pasadas generaciones no eran ni mucho menos más sanas. No sólo porque hasta hace solo medio siglo muchas familias no solo no comían demasiado, sino poco y mal, también porque la seguridad alimentaria dejaba mucho que desear.
A finales del siglo XIX, cuando comenzó en todo el mundo el éxodo rural, las ciudades se llenaron de gentes venidas del campo, con poco presupuesto, que fueron víctimas de todo tipo de fraudes alimentarios. Y costó mucho combatir estos. En una fecha tan tardía como 1981 España vivió una intoxicación masiva por el conocido como síndrome del aceite tóxico, que se llevó la vida de 1100 personas que habían consumido un aceite de colza de uso industrial que fue vendida como alimento.
Estas prácticas, hoy impensables, fueron durante mucho tiempo el pan nuestro de cada día, y no hacía falta comprar aceite en un puesto callejero para jugársela. Antes de que surgieran regulaciones sobre seguridad alimentaria dignas de tal nombre, en las primeras décadas del siglo XX, la industria y los productos adulteraban los alimentos para alargar su vida, cambiar su color o incrementar su tamaño, sin hacer apenas comprobaciones sobre las sustancias que se estaban utilizando.
El bórax, un compuesto químico que se utiliza hoy en detergentes, suavizantes, jabones, desinfectantes y pesticidas –también para adulterar la heroína– se usaba sin ningún reparo como aditivo alimentario; era habitual añadir formaldehído, la sustancia que se usa hoy como conservante en los cosméticos y los cadáveres, a la carne y la leche; y cualquier refresco se hacía más atractivo añadiendo sustancias estimulantes. Era muy habitual, por ejemplo, añadir agua a la leche, para aumentar la producción, y para que no perdiera su color blanco se añadía tiza o yeso. El plomo se usaba para dar color a los caramelos o el queso y, dado que no existía ninguna regulación respecto al etiquetado, nadie se quejaba de nada.
Pero el salvaje oeste de la alimentación llegó a su fin y fue en parte gracias a pioneros como el doctor Harvey Washington Wiley, autor de la Pure Food and Drug Act, una de las primeras leyes de seguridad alimentaria del mundo, y la más completa e imitada, que se promulgó en EEUU en 1906. Una ley para cuya aprobación hubo que hacer enormes sacrificios.
El escuadrón del veneno
En 1883, Wiley fue nombrado químico jefe del Departamento estadounidense de agricultura. Desde esta posición, el científico, que estaba convencido de que muchos aditivos que se estaban utilizando indiscriminadamente en la comida no eran seguros, se propuso convencer al Congreso de que regulara su utilización. Pero para convencer a los congresistas necesitaba pruebas concluyentes y, sin plantearse las enormes dudas éticas que la cuestión suscitaría hoy, se puso a envenenar a un grupo de voluntarios.
“Básicamente, Wiley sale y recluta a otras personas en el Departamento de Agricultura, especialmente a los empleados más jóvenes, para que se ofrecieran voluntariamente a cenar muy peligrosamente”, explica en NPR Debora Blum, autora de la nueva biografía del químico, que se acaba de publicar en EEUU: The Poison Squad.
Este “Escuadrón del veneno”, formado por doce valientes, recibía tres comidas gratis al día, siete días a la semana. Todas ellas pagadas por el Estado –el Congreso acordó otorgar 5.000 euros a Wiley para llevar a cabo su investigación–, a cambio de que no comieran nada fuera del experimento.
“Eran comidas súper elegantes elaboradas por un chef profesional”, explica Blum “Todos los ingredientes eran increíbles. El único inconveniente era que debían aceptar que a la mitad de ellos, en un período dado del experimento, se les iba a administrar capsulas con aditivos alimentarios sospechosos. Y estos incluían formaldehído, el producto de limpieza Borax o ácido salicílico, que hoy conocemos como aspirina”.
Pese a lo peligroso del experimento, y a que los voluntarios eran conscientes de que se les iba a envenenar, había cola para participar en el mismo: se les estaba dando de comer gratis, y en esta época eso significaba un enorme ahorro, pero además Wiley les convenció argumentando que estaban haciendo un servicio a su país. Llegó incluso a componer un poema:
Oh, maybe this bread contains alum and chalk,
Or sawdust chopped up very fine,
Or gypsum in powder about which they talk,
Terra alba just out of the mine.
And our faith in the butter is apt to be weak,
For we haven’t a good place to pin it
Annato’s so yellow and beef fat so sleek,
Oh, I wish I could know what is in it?”
¿Héroe o villano?
Hoy las prácticas de Wiley no superarían ni el código deontológico de una banda terrorista, pero entonces el médico tenía claro que esta era la única forma de lidiar con el asunto: si no se demostraba lo peligroso que eran los aditivos nadie tomaría cartas en el asunto. El escuadrón, además, era una magnifica forma de atraer a una opinión pública que hasta entonces ni se había planteado que los productos del supermercado podían ser peligroso.
Wiley había trabajado intensamente con los congresistas para sacar adelante algún tipo de protección básica para el consumidor, pero los lobbies de la industria tumbaron una y otra vez sus intentos. Solo el Poison Squad empezó a llamar la atención de la población.
Los experimentos se recogieron en los periódicos, así como sus resultados, que empezaron a preocupar enormemente a los ciudadanos. En un comunicado, Wiley le dijo a la prensa que sus experimentos “nunca fueron llevados al extremo”. Sin embargo, a medida que el escuadrón continuaba su trabajo, los venenos que comían empezaron a desgastarlos. Para 1903, habían estado comiendo cantidades crecientes de bórax con sus comidas durante casi un año.
El escuadrón se puso en huelga en mayo de aquel año, negándose a tomar más bórax. El científico convenció a siete hombres para que siguieran tomando el conservante hasta finales de junio, fecha en la que finalizaron las pruebas con este aditivo, antes de lo previsto. Sus conclusiones fueron claras: el bórax causaba severos dolores de estómago, pérdida de apetito y dolores de cabeza, haciendo que los sujetos “no sean aptos para el trabajo de ningún tipo”.
El fin del escuadrón
Wiley siguió probando la seguridad de otras sustancias hasta que dio por finiquitado el experimento en 1907, al poco tiempo de que se aprobara la Pure Food and Drug Act. Para entonces, los voluntarios que habían aguantado todo este tiempo estaban “en un acercamiento lento hacia la muerte”. El formaldehído, que se usaba a menudo en productos lácteos, tensó los riñones e hizo que los sujetos que lo habían tomado enfermaran. El benzoato causó pérdida de peso y daño a los vasos sanguíneos.
Cuando un miembro del escuadrón murió de tuberculosis (supuestamente después de haber sido debilitado por el veneno), su familia amenazó con demandar al químico, pero Wiley logró evitar el litigio.
Gracias al Poison Squad los peligros de algunos aditivos fueron conocidos por todo el país. La Pure Food and Drug Act marcó las bases de las modernas regulaciones alimentarias e impidió “la fabricación, venta o transporte de alimentos, medicamentos o drogas adulteradas, mal etiquetados, venenosos o nocivos”. Obligaba, además, por vez primera, a que se indicara en la etiqueta todos los ingredientes de un alimento.
La ley abrió el camino para la creación de la Food and Drug Administration (FDA), de la que Wiley fue su primer comisario. Como apunta Blum, la lista de aditivos aprobados por Wiley es prácticamente la misma que existe en la actualidad, excepto dos sustancias que hoy sabemos más tóxicas –en Europa están prohibidos también un par de aditivos más que son legales en EEUU–.
Lástima que para lograr comer seguro se tuviera que envenenar a doce personas.
Imágenes | FDA/Dominio público
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