Félix González es uno de los enólogos más reputados de España, responsable de todos los vinos del Grupo Matarromera, una importante empresa vitivinícola española que facturó en 2017 casi 22 millones de euros.
En sus manos están algunos de los mejores viñedos de la Ribera del Duero (y de otras cuatro denominaciones), pero su mayor reto profesional no ha sido colocar sus caldos en lo alto de la lista Parker –algo a lo que ya está acostumbrado–, sino producir un vino sin alcohol que sea siquiera bebible, hoy reunido bajo la marca Win. Su cara cuando se le pregunta por este trabajo lo dice todo: ha sido un marrón de proporciones bíblicas.
La idea de producir un vino sin alcohol fue de su jefe, Carlos Moro, presidente del grupo, que se decidió a intentarlo en 2004. Fue entonces cuando entró en contacto con la empresa estadounidense Conetec, que estaba intentando comercializar en Europa un sistema conocido como Columna de Conos Rotatorios –inventado en un principio para lograr producir café descafeinado– que, con el debido desarrollo, servía también para extraer el alcohol del vino.
En EEUU se estaba utilizando esta técnica con éxito para bajar algo la graduación de los caldos, pero Moro tenía otra idea en mente: lograr producir un vino sin alcohol que pudieran beber conductores, ancianos o embarazadas. En definitiva, conseguir con el vino lo que se había logrado con la cerveza.
El proceso de desalcoholización del vino no estaba regulado en Europa, lo que obligó a Matarromera a promover un proyecto en el que hubo que implicar a las autoridades autonómicas, estatales y europeas. Pero, con mucho esfuerzo, en 2008 Matarromera logró producir su primer vino sin alcohol. Cuatro años después, en 2012, se inauguró la mayor planta de deconstrucción molecular de Europa, en Valbuena de Duero, epicentro de la que es conocida como la milla de oro del vino español. La empresa invirtió más de cuatro millones de euros en su construcción. La era del vino sin alcohol había comenzado.
Pero la que era una de las grandes apuestas del grupo sigue sin dar los frutos debidos. Mientras la cerveza sin alcohol copa ya el 15 % del mercado en España, la mayoría de la población no ha probado siquiera el vino sin alcohol, que solo produce un puñado de bodegas, y apenas se ve en los lineales de los supermercados. De los 100 millones de botellas que produce al año Matarromera, solo 200.000 son sin alcohol.
“¿Dónde están los aplausos?”, se pregunta Moro. “¿Y el rendimiento?”
La lucha épica por producir un vino sin alcohol
Nadie niega en Matarromera que la producción del vino sin alcohol no ha ido como se esperaba, pero Moro no ha tirado la toalla. Las ventas del producto crecen muy lentamente, pero su calidad va mejorando, la bodega es líder a nivel mundial y el espacio para crecer es casi infinito. “A la cerveza le costó 30 años”, apunta Moro. “Empezó en 1976”.
Lo que no explica con detalle Moro, pero sí su enólogo y hombre de confianza, es que es muchísimo más difícil desalcoholizar el vino que la cerveza, un producto con una graduación alcohólica muy superior, e infinidad de aromas que se van perdiendo en el proceso.
Para lograr un vino sin alcohol potable hay que intervenir desde las propias vides. Como cuenta González a pie de viña, para elaborar un buen vino es fundamental someter a las vides a ciertas presiones, que hagan que se reduzca la producción por planta, y la uva acumule más azúcares. Pero esto es justo lo que menos le conviene a un vino sin alcohol. “Si metemos este vino en la máquina parece compota”, explica el enólogo.
Matarromera cuenta con unas vides específicas para la producción de vino sin alcohol, situadas en sus terrenos más fértiles y en llano (a priori peores para producir buenos vinos convencionales). La bodega deja crecer las vides al máximo, sin realizar la conocida como poda en verde, un proceso que se realiza siempre a finales de mayo para evitar que salgan demasiados racimos de una planta. De una vid normal se extraen unos dos kilos de uva, mientras de una de estas se sacan en torno a 14. La vendimia también se realiza antes, para extraer una uva menos madura, que no produzca tanto alcohol en la fermentación.
Visto así, la producción de vino sin alcohol parece un negocio redondo, pero la cosa se complica cuando, una vez que se elabora el vino base, hay que pasarlo por la máquina que extrae el alcohol, un sistema complejísimo de manejar, pero además sediento de energía.
“Arrancar la máquina es terrorífico”, asegura González, una de las pocas personas en España que sabe manejarla. Reducir el contenido alcohólico de un vino a cinco grados (la graduación de algunos de los vinos espumosos de Win) es costoso, pero si se quiere llegar a una denominación 0,0, uno de los empeños de Moro, la cosa se pone fea. El requerimiento energético es muy alto, explica González, pero además se nota a nivel organoléptico. Cada grado menos es una batalla, que además cambia cada día. “Cada desalcoholización es diferente”, asegura el enólogo.
Reconstruir los aromas del vino blanco es complejo, pero aún más difícil es recuperar los del tinto, donde intervienen los famosos taninos. Mientras el vino blanco y, sobre todo, el espumoso, elaborados con uva verdejo, dan el pego –o, al menos, resultan agradables–, el tinto no se parece en nada al original: sabe a un mosto de regusto extraño.
En busca de un futuro para el vino sin alcohol
González asegura que, poco a poco, los vinos van mejorando. No son sustitos homologables a la bebida real, pero son una buena alternativa para aquellos que, por la cuestión que sea, no puedan beber alcohol.
Tanto el cava, como el vino blanco, así como los vinos espumosos de baja graduación –que en palabras de Moro, buscan competir con la “porquería” del Lambrusco italiano–, están muy logrados, y tienen por delante un amplio mercado que, no obstante, está costando ganar.
Como explica Roberto Sanz, director de comunicación de la bodega, muchos jefes de compras no saben siquiera dónde ubicar el producto en los lineales, y ha costado enormemente lograr que, al menos, se pueda nombrar al producto como “vino desalcoholizado”.
“Legalmente ha sido zancadilla tras zancadilla”, explica González. Al tratarse de un producto nuevo había un vacío legal y, ahora que hay normativas, varían en cada país, lo que obliga a diseñar vinos específicos con diferentes características y etiquetado para cada territorio.
En total, el 80 % de los vinos Win se destina a la importación. Reino Unido es el mayor comprador, seguido de los países escandinavos, pero en otros lugares donde se esperaba que el vino triunfara, como es el mundo árabe, el producto no acaba de encajar. Los musulmanes a los que le gusta el vino, explica González, están más preocupados por meter en sus países el de verdad y, aunque los caldos tienen certificado halal, los creyentes más ortodoxos lo desaprueban porque la bebida tenía alcohol antes.
A nivel nacional, no ayuda que, a diferencia de lo que ocurre con la cerveza, la mayoría de las bodegas no elaboren este producto. En el sector no quieren ni oír hablar del vino sin alcohol.
“Este es un sector conservador donde impera un atavismo ideológico que nos impide avanzar”, sentencia Moro, que sigue convencido de que el vino sin alcohol encontrará su camino.
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