Ahora está de moda todo eso de la cocina creativa, y también los dulces decorativos, como los cupcakes, las tartas de fondant o los cronuts --como diría mi abuela, si es que ya no saben qué inventar-- pero hay algo que aún nos mantiene arraigados a los sabores de siempre, a la tortilla de patata y a los huevos con jamón, y eso son los buenos recuerdos que tenemos asociados.
A mi, por ejemplo, la empanada de pisto y atún me sabe a vacaciones de verano, que las pasaba en el chalet de mi abuela en un pueblo del interior de la provincia de Alicante. Recuerdo que por más pronto que me despertara (y yo era un niño muy madrugador) siempre me encontraba a mi abuela en la cocina, picando finamente todo los ingredientes para que luego pudiéramos alardear de la mejor empanada cuando nos lleváramos un trozo para comer en la piscina.
Los canelones, en cambio, me saben a mi otra abuela (la materna), que es del mismo pueblo que mi abuela la de la empanada, pero vive en Asturias. Siempre que voy a visitarla en Navidades, además de una fabada, reserva un día para prepararme sus canelones con salsa napolitana (a mi me gustan con tomate además de bechamel), así que cada vez que como canelones, me veo a mi mismo sentado en un taburete de la cocina, mientras ella va trajinando arriba y abajo, con las láminas de pasta y el relleno.
Y es que al igual que los olores, los sabores también nos traen recuerdos, hasta el punto de que determinados platos son capaces de despertar grandes emociones. A mi me pasa con los huevos a la flamenca, que era un plato que mi madre nos preparaba mucho a mi hermano y a mi, porque nos encantaba, aunque siempre acababa regañándonos porque nos manchábamos enteros mojando el pan en el huevo y el tomate.
También me trae muchos recuerdos el pisto con garbanzos y huevos escalfados, porque era el broche final de una secuencia que siempre se repetía en mi casa: cocido, arroz al horno (un arroz seco preparado con el caldo del cocido, típico de Valencia) y, por último, el pisto con garbanzos y huevo con los garbanzos que habían sobrado del cocido y el arroz. Mi hermano y yo siempre hacíamos de rabiar a mi madre, preguntándole qué había de comer o de cenar al día siguiente, haciéndonos los sorprendidos o quejándonos en broma, cuando sabíamos exactamente lo que tocaba.
Menos gracia nos hacía cuando mi madre nos preparaba vichyssoise. No os podéis imaginar la tirria que le teníamos a ese plato de nombre impronunciable, mitad crema mitad sopa. Hasta teníamos la teoría de que nos la preparaba por reírnos de su pisto con garbanzos, y alguna vez nos tocó desayunarla por no acabárnosla (no os la recomiendo como desayuno), algo que también nos pasaba con el estofado de ternera, que siempre se nos hacía bola en la boca.
Más éxito tenía en casa la tortilla de patatas de mi padre, que era siempre recibida entre vítores, aunque también era foco de discusión. A mi hermano no le gusta la cebolla, y a todos los demás sí, así que normalmente la preparábamos sin. Pero a veces, mi padre intentaba colarla muy picada, y cuando mi hermano se daba cuenta, todos nos hacíamos los locos, asegurando que eso eran imaginaciones suyas, mientras disfrutábamos de nuestra tortilla de patatas con cebolla.
Seguro que vosotros también tenéis muchas historias que contar sobre estos sabores de siempre, porque a todos nos traen recuerdos. Estoy seguro que ese es en parte el motivo por el que, aunque nos guste probar cosas nuevas e innovar en la cocina, no renunciamos a seguir preparando los platos de siempre.