El otro día, cuando en una receta de patatas rico y pobre con jamón se desencadenó un debate sobre el jamón ibérico, me acordé que hacía tiempo que no disfrutaba del placer del jamón recién cortado, y a los poco días, sucumbí ante una asequible paleta —ibérica de cebo, para los que os los estéis preguntando— que tenía de oferta mi charcutero.
Tener un jamón en casa es al mismo tiempo una delicia y una maldición. Por un lado, siempre tienes a mano un ingrediente maravilloso al que acudir, tanto para lucir ante las visitas como para cuando apenas queda nada en la nevera y debes improvisar la cena. Por el otro, pesa sobre ti la losa de que debes comerlo con frecuencia, pues si no, por mucho que lo protejas, se va estropeando paulatinamente.
A pesar de este gran inconveniente, disfruto mucho de tener una paleta ibérica sobre el banco de la cocina, no solo por las maravillosas raciones que salen de ella, ni esos bocadillos de jamón con tomate, ni los huevos con jamón… sino por el delicioso ritual de cortarlo.
Cortar el jamón justo antes de comérselo tiene algo especial, tal vez un poco de la magia de la espera, como cuando olíamos el bizcocho en el horno de nuestra abuela, o la fabada inundaba la casa con su inigualable fragancia. Ir cortando las finas lascas, con ese aspecto tan lozano y apetitoso, con esa grasa tan característica del jamón ibérico… me hace salivar y disfrutar como un enano de cada corte que no sale bien y debo sacrificarlo entre mis fauces.
Y no sólo es una cuestión psicológica, el jamón recién cortado gana muchos enteros con respecto al mismo jamón envasado. La oxidación es el principal responsable de que los alimentos se estropeen (como cuando una manzana se pone marrón), y la carne del cerdo, a pesar de estar curada, no es inmune a ella. Además, en contacto con el ambiente, el jamón pierde parte de su humedad, lo que provoca la aparición de esos puntos de sal que tan poco nos gustan.
Tampoco conviene olvidar que al comprar la pieza entera (bien sea jamón o paletilla) nos ahorramos un dinero. En mi caso, por ejemplo, la paletilla me costó 39 euros, con un peso aproximado de 4,5 kg. Teniendo en cuenta que de este pieza se aprovecha en torno al 40% (del jamón el 50%), el precio por kilo rondaría los 20 euros, más o menos a la mitad de lo que cuesta al corte, aunque es cierto que no salen lonchas tan hermosas.
No obstante, como he avanzado al principio, tener un jamón en casa no es siempre un camino de rosas. Lo primero es que ocupa bastante sitio en la cocina —y no es algo que suela sobrar precisamente—, además no siempre tiene uno ganas de andar cortando —sobre todo cuando tocas hueso y los cortes son más difíciles— y, lo que es peor, puedes acabar cogiéndole manía —especialmente si vives solo— y entonces, se acabó el placer del jamón recién cortado.
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