Fui en San Valentín a cenar a La Tagliatella y es una experiencia muy respetable: en nuestras vacaciones en Venecia comimos peor

Hoy toca día grande en La Tagliatella y los gestores, que lo saben, se han preparado. El camarero que nos atiende lleva pintado en su moflete un corazón cruzado por una flecha, la sala está decorada con globitos rojos y confeti dorado esparcido por el suelo y en cada mesa puedes encontrar una vela rodeada de falsos pétalos de plástico. Por lo demás, es nuestro buen sitio de siempre, esa lonja de 300 metros cuadrados y 40 mesas, decoración de trattoria barroca e iluminación poco íntima que todos conocemos de sobra.

Para el servicio de cenas los restaurantes de la cadena colgaron el cartel de aforo completo en todo el centro de Madrid muchas horas antes de empezar. Mi chico, previsor, nos había conseguido mesa en una de las sucursales que bordean la M-30, la que nos pilla más cerca de casa, y menos mal, porque si no nos habría tocado esperar a que terminase alguna de las mesas, como le ha pasado a algunos despistados que han entrado antes que nosotros. Por suerte, aquí estamos, celebrando el amor, escapándonos de la rutina por unas horas de un martes laboral junto con otras muchas parejas que han querido sumarse a esta especie de ritual moderno.

Por si hay algún despistado, La Tagliatella, del holding polaco AmRest, se ha convertido desde hace un lustro en las redes sociales en icono indiscutido de San Valentín, o más concretamente, en icono de la forma que tiene de celebrar esta fecha una sensibilidad afectiva: la normie. Hablamos de esos dos chavales de veintipocos que por la mañana se envían una de esas frases de San Valentín para WhatsApp, se regalan una rosa y a última hora se acercan, bien arreglados los dos, al templo franquiciado, viviendo felices y sin pretensiones su estereotípico amore italiano, dentro de una especie de caverna de Platón de conceptos como gastronomía o elegancia. Ideología Kiss FM. Gente básica y, aparentemente, inmune al recelo cínico con el que el mundo nos hace socializar por defecto.

La Tagliatella se vista de gala en San Valentín.

Como todo lo que acaba siendo devorado por la discusión digital, el concepto ha pasado ya por todos sus ciclos de posicionamiento posibles: de criticar a esos paletos horteras a respetarlos en su autenticidad, después a hacer su reivindicación desprejuiciada y, por último, a reivindicarlos con tufo a superioridad intelectual. La conclusión lógica es que es ya imposible ir (o decidir no ir) a La Tagliatella en San Valentín sin estar haciendo algún tipo de statement.

“¡Pero que no lo llamen matrimonio, digo, comida italiana!”

Miro a mi alrededor y estamos en un episodio de First Dates. No veo habitualmente el programa, sólo he consumido fragmentos virales, pero de ellos deduzco que refleja esa misma España de costumbrismo diverso y ganas de amar es la misma que estoy viendo aquí: algunos viejos, mucho treintañero, algunas mesas de dos familias, un 95% de heteros y un 100% de personas esforzándose en mantener viva la llama con su cari por un poco más de tiempo. Hasta la atmósfera es un poco la misma del programa de la tele, parece que Carlos Sobera fuera a pasarse por nuestras mesas para preguntarnos si va bien la cosa.

Toda esta gente ha venido, de paso, a gochear a precios populares. Esa es la principal razón por la que estamos nosotros aquí, ya que somos legítimos aficionados de la comida de este sitio, lo que, según los críticos gastronómicos, es precisamente un gran punto flaco. La Tagliatella te ofrece “comida mediocre, estandarizada y probablemente congelada, a miles de kilómetros de la frescura típica de la buena cocina italiana”, dicen. Aquí me toca disentir. Cierto es que el Aperol spritz que me he pedido no parece exactamente salido del Trastevere, que la lechuga de guarnición es de Florette, que la carbonara es de nata, que la pizza no es pizza y todos esos pequeños detalles. Pero la pasta te la sirven siempre al dente, los embutidos son decentes y sobre todo, que la comida está OK para lo que cuesta. Es pasta, no física nuclear, así que para el paladar medio de los que estamos aquí es casi imposible que esté malo.

En la mesa, los clásicos de La Tagiatella: sus focaccias de aperitivo, sus pizzas de masa crujiente y sus enormes fuentes de pasta.

“¡Pero que no lo llamen matrimonio, digo, comida italiana!”, pues también puede ser, y también puede ser que por muy memeico que nos resulte no sea del todo saludable encumbrar a las franquicias frente al pequeño restaurador. Mi chico y yo, como seguramente hagan muchas de las parejas que vimos aquí, iremos otros días a arriesgarnos y descubrir locales nuevos más auténticos. También te digo: nos pusimos hasta arriba por menos de 40 euros y nos pusieron las sobras para llevar a casa para extender esta experiencia romántica a otro bonito punto: el de desayunar pizza a la mañana siguiente. Hay días de nuestras vacaciones en Venecia que comimos peor, y mucho más caro.

Pero lo importante en este el día de los enamorados, El Día de La Tagliatella, de este acontecimiento capitalista, es lo mismo que lo que es importante en el amor: aceptar la imperfección de nuestras propias vidas, que puede que no tengas tiempo de encontrar el rincón aún desconocido por las masas con la auténtica cucina della nonna pero que miles de parejas por todo el país, así como los gestores de La Tagliatella, hicieron el mínimo esfuerzo imprescindible para señalar que ayer tocaba pintarse un corazón en el moflete, disimular un poco, quererse con lo que tenemos a mano. Hay algo muy sano en ser un poco normie.

Este artículo se publicó originalmente el 15 de febrero de 2023

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