(You gotta) fight for your right (to tapa): el aperitivo es un derecho adquirido

(You gotta) fight for your right (to tapa): el aperitivo es un derecho adquirido
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En los bares castizos, los buenos, son clásicos los azulejos que glosan las bondades del vino y el mítico “hoy no se fía, mañana sí”. También ese que dice: “La tapa que aquí os damos es obsequio del patrón, si protestas la quitamos no seas protestón”.

Pero ¿es la tapa un obsequio? ¿O, más bien, un derecho adquirido?

En la legislación laboral se entiende como derecho adquirido a aquellos beneficios que, otorgados por el empresario, persisten en el tiempo y se consolidan como un derecho, que no se puede retirar alegremente.

Lo mismo ocurre con las tapas que, en muchas partes de España, son sencillamente obligatorias. Y, por mucho que salga en un azulejo, como si fueran las tablas de la ley, no son un obsequio: son un complemento imprescindible de la consumición.

¿Acaso pedir unas bravas me exime de querer otro pincho?

¿Quieren distinguir un buen bar? No falla: es aquel en el que, pase lo que pase, siempre te ponen tapa. Pueden ser unas simples aceitunas, o una rodaja de embutido, pero llegarán siempre con la consumición, con independencia del momento del día o si has pedido raciones.

¿Acaso pedir unas bravas me exime de querer otro pincho? Llámenme cutre, pero nunca entenderé este comportamiento tan extendido: ¿si estoy pidiendo más, por qué me dan menos?

Tengo amigos que siempre reclaman su tapa cuando no llega. Yo no tengo ese cuajo, pero les admiro: luchan por su aperitivo. (You gotta) fight for your right (to tapa), que dirían los Beastie Boys.

Jose José, en su bar de Vicálvaro, La Capea, siempre ponía tapa. Tras su jubiliación, Raúl también.

¿Es mejor calidad o cantidad?

A la hora de evaluar a un bar por sus tapas hay tres variables: frecuencia, calidad y cantidad. Ya hemos hablado de la frecuencia. Que me perdonen los vascos, buena parte de los castellanos y todos los paisanos de la antigua corona de Aragón. Que paguen ellos las aceitunas.

Más discutida es la siempre encarnizada lucha entre calidad y cantidad.

A veces basta un platillo con patatas fritas, pero que sean buenas

Cuando uno es joven (y, por ende, pobre) siempre prioriza la cantidad. Uno está más que dispuesto a beber cerveza en vaso de tubo en un bar solo frecuentado por policías si la tapa es un bocadillo entero. Y se hará un hueco en bares atestados solo por recibir un plato lleno a rebozar de delicias de freidora o una fuente repleta de cabezas de pescado (esto lo he visto, lo juro).

Hoy en día, me decanto más por la calidad. Me valen unas buenas aceitunas, un pan con aceite y una rodaja de embutido sin son decentes o, incluso, unas buenas patatas aliloli, aunque cada vez son más difíciles de encontrar. Y antes que la tipica empanadilla chunga, preferiría un huevo duro, antigua tapa ominipresente de las tabernas madrileñas, hoy en peligro de extinción.

En numerosos bares es obligado ir desbloqueando tapas para llegar a la que en realidad queremos. En los que te lo ponen fácil, el orden es siempre el mismo y sabes, que, después de las patatas y las salchichas de cóctel, llega la chistorra, que es tu objetivo. En otros, el reparto es aleatorio, y cuesta horrores llegar a las siempre confortables alitas de pollo.

Si la cosa no acaba en vermú torero, me conformo hasta con un platillo de patatas fritas. Pero, por favor, que sean buenas. En mi barrio tengo, incluso, un ranking mental de los bares que tienen las mejores patatas fritas –en la foto de apertura, las de mi querida Casa Emilio–. Hasta en esto hay diferencias notables. Y no hablamos de servirlas con mejillones (tapa estrella madrileña), sino de tener un género crujiente y de calidad, el acompañamiento perfecto de un doble bien tirado. La felicidad.

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