El ascensor de los mil aromas

Una de las cosas que más me fascinan de cómo funcionan la memoria y los recuerdos es la manera en la que muchos de ellos están ligados a los sentidos.

Quién no ha recordado algo de su infancia al escuchar una canción de cuna que creía olvidada o le ha venido a la mente un antiguo amor al oler determinada colonia. A mi me pasa con algunas canciones de Sabina, que me recuerdan a mi adolescencia, y con el cantar de los búhos y el cerrar de las cremalleras, que me traen a la memoria mi época de veraneo en campings y campamentos.

Con la comida y su sabor y olor pasa algo parecido, así que cuando el otro día subí en el ascensor de los mil aromas, el pequeño trayecto hasta mi planta se convirtió en un viaje culinario en el tiempo cuanto menos peculiar. Pero no vayáis a pensar que se trata de un ascensor especial diseñado a tal efecto, sino más bien una casualidad de la vida, una pequeña anécdota que me apetece compartir con vosotros.

El caso es que el otro día estaba ayudando a mi madre a montar una pequeña exposición de cuadros en un hotel de Valencia, y para llevar los cuadros hasta la sala desde el coche había que subir por el ascensor de servicio.

Al parecer, por ese ascensor también subían y bajaban los suministros y la comida o algún conducto de ventilación llevaba hasta el hueco los olores de una cocina, porque cada vez que entraba a ese ascensor, olía a algo diferente.

En mis primeros viajes, al principio de la mañana, olía a bollería recién horneada, lo que me trajo recuerdos de la casa de mi infancia, a la que llegaban por el patio de luces los efluvios provenientes de la panadería que había en la planta baja.

A medida que se acercaba la hora de la comida empezó a oler a sopa, pero no a una sopa cualquiera, sino a sopa de guardería, que tiene un olor único que viene acompañado de imágenes de platos de plástico y baberos llenos de lamparones.

Afortunadamente, ese aroma dio paso a otro que me gustó mucho más; en ese ascensor olía a los espaguetis con albóndigas de mi abuela. Tan vívidos eran los recuerdos que me dieron ganas de ir a buscarla a la cocina, convencido de que solo ella podía ser la responsable de tan maravilloso olor.

Cuando ya estaba acabando, empezó a colarse en el ascensor ese olor tan característico del sofrito de pollo y conejo propio de las maravillosas paellas de domingo en el campo, que te rodea avisándote del manjar que catarás luego mientras disfrutas de un aperitivo cerveza en mano.

Al final, aunque cargar los cuadros era una tarea pesada y tanto olor a comida me estaba abriendo un apetito descomunal, me quedé con ganas de seguir subiendo al ascensor de los mil aromas, donde cada vez que subes te aguarda un recuerdo diferente.

Foto | Funky64 e Inferis en Flickr
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