Aunque tiene título de película de mafiosos, la Nochebuena de los Albella solo narra lo vivido, bebido y comido alrededor de la mesa que mi tía tuvo a bien preparar para la cena de la víspera de Navidad.
No estábamos todos los que somos, ni éramos todos los que estábamos —como imagino que suele ocurrir todos los años en la mayoría de familias— pero la mayoría de los que allí compartíamos mantel, también compartíamos apellido. Y lo que es más importante, ganas de pasar una noche alegre, divertida y a la postre suculenta, a tenor de los platos que pudimos degustar.
Mi tía es de esas personas a las que, como a mi, nos encanta ser anfitriones. Aunque a veces nos aturullamos y a ratos obsesionamos con que todo este perfecto, nos produce mucha satisfacción ver disfrutar a nuestros seres queridos, aunque ello implique no solo horas en la cocina o en el mercado, sino pasarse la cena pendientes de todo.
Está pasión y devoción por complacer a los comensales suele derivar en un gran oferta gustativa, que cuando te toca ser invitado, paladeas con la tranquilidad que otorga estar al otro lado de la barrera.
Como aperitivos, pudimos disfrutar de varios platos a cada cual más rico. El primero, un clásico melón con jamón en forma de pequeños pinchos, del que dimos cuenta en cuanto se abrió la veda. Tampoco se quedaba atrás el salmorejo aderezado que los acompañaba.
Claro que si entre los aperitivos tuviera que escoger un favorito, sin dudarlo me quedaría con el paté de mejillones, que estaba rico hasta decir basta —la receta os la revelaré pronto, que me la cedió con cariño—, y cuyos platos rebañamos a pesar de que le hacían la competencia copiosas bandejas de gambas y gambones a la plancha, así como un no menos clásico cocktail de marisco.
No era de mi misma opinión mi primita de menos de un año de edad, que devoraba las almejas en salsa verde una detrás de otra, relamiéndose y relamiéndolas como si no hubiera un mañana, ante la atenta mirada de los presentes, mitad sorprendidos, mitad embobados, pendientes de tan adorable ser.
Además de los variados y opulentos entrantes y aperitivos, una cena de Nochebuena no se puede llamar tal si no media un plato de carne y otro de pescado. Los elegidos para este año fueron un cochinillo al horno y una merluza rellena, acompañados por una ensalada, por si alguien osaba quedarse con hambre.
El cochinillo, además de provocar la atención de los comensales en torno a su cabeza y atraer cuchillos y tenedores en busca de la pieza deseada, estaba delicioso. Tierno y jugoso, aunque un poco juguetón a la hora de sacar la carne de cada pieza. La cabeza, a pesar de los intentos de mi tío de convencernos de que es la parte más valorada, quedó intacta.
La merluza, rellena de marisco y boletus —que queda muy fino, reía mi tía, lectora habitual de nuestras andanzas culinarias— no causó tanto furor en la mesa, aunque estaba a la altura de la carne. La ensalada he de confesar que ni la caté, aunque tenía buena pinta, preferí reservarme para los dulces.
Si algo ha caracterizado siempre a las reuniones navideñas en mi familia, son las cestas con bombones, turrones y otros dulces propios de Navidad, que acompañan con alegría a la sobremesa y ayudan a recuperar energías a medida que avanza la noche y empiezan a correr los Gin Tonic.
Pero por encima de todos los dulces destacaron unos que sorprendentemente nunca había probado en mi anuales visitas a Oviedo, ciudad de residencia de la inmensa mayoría de mi familia materna y cuna de esos trozos de cielo con forma de disco de chocolate y almendra llamados moscovitas. Un placer que me costaría describir, pero que no me parecía propio de este mundo.
No voy a dilatarme hablando de lo bien que sienta hacer la digestión de tan maravillosa comida disfrutando de la familia, riendo y hablando a voces, porque en realidad la Nochebuena de los Albella es la de todos vosotros. He querido compartirla no sólo por el interés culinario, sino porque creo que la alegría es digna de compartirla.
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