El 4 de junio de 2017 Zalacaín cerró sus puertas por primera vez en 44 años. El restaurante, primer establecimiento en España que había recibido las tres estrellas Michelín, atravesaba su peor momento.
Los establecimientos pioneros de la alta cocina en Madrid –además de Zalacaín, templos como Horcher o Jockey (que cerró en 2012)– habían quedado obsoletos. Quizás injustamente, su cocina ya no era sinónimo de sofisticación, sino de antigualla, y la crisis se los llevó por delante. Zalacaín ya no tenía estrellas que colgar en la puerta para atraer al público joven que estaba llenando DiverXO, pero, además, estaba perdiendo parte de su clientela fija. Cada vez se trabajaba menos.
La empresa lo tuvo claro: tocaba renovarse o morir. El restaurante planteó un ERTE a la plantilla y cerró cuatro meses, algo que nunca olvidarán los más viejos del lugar, que alucinaron al ver cómo se echaba abajo la sala en la que habían pasado la mayor parte de su vida laboral. Al principio hubo dudas, pero dos años después de la reapertura –el 3 de octubre de 2017– todo el personal agradece la decisión: Zalacaín ha retomado el pulso, con llenos diarios y una cocina que, comprobamos, sigue mereciendo mucho la pena.
Cambiarlo todo sin que nada cambie
Los mayores responsables de este éxito son Carmen González y Julio Miralles, directora de operaciones y chef: los dos jóvenes profesionales escogidos para tomar las riendas de un restaurante legendario.
“Cuando me llamaron lo primero que pensé es si era la persona adecuada para llevar esto”, reconoce Miralles a Directo al Paladar (de negro, en la foto de apertura). “El restaurante estaba en un momento crítico, pilló la crisis y se había quedado atrás en muchas cosas. Reformamos el establecimiento completo e intentamos actualizar cosas de la casa, sin perder la espina dorsal, pero introduciendo nuevo producto, nuevos formatos, pero con la manera de entender la cocina que tenemos todos aquí dentro”.
La nueva sala puede ser irreconocible para el comensal que había visitado el antiguo Zalacaín de forma esporádica, pero los clientes fijos advierten enseguida que allí siguen la cubertería de plata, los manteles de lino o las sillas, que han sido restauradas pero son las mismas que hace casi medio siglo.
La idea, como explica González, era “cambiarlo todo sin cambiar nada”. La nueva directora de operaciones conoció los entresijos de la casa de manos de su predecesor Carmelo Pérez, el mítico maître de Zalacín, que se jubiló el pasado año. Y, al igual que Miralles, se dio cuenta enseguida de que la esencia del restaurante nada tenía que ver con su vetusta sala, tampoco con su famoso steak tartar con patatas suflé, sino con Uceda, Miguel, Santiago o Aurora, los trabajadores que entraron en la casa siendo unos críos y que imprimieron la personalidad a un establecimiento que, sin ellos, no tendría pasado; y sin su legado tampoco futuro.
De la lavandería a la cocina
Aurora Galán empezó a trabajar en Zalacaín con 17 años recién cumplidos: hoy tiene 44. Regenta la que, creemos, es la única lavandería que resiste en un restaurante de España. Su trabajo lleva siendo casi el mismo desde que llegó a la casa: plancha, lava, repara y coloca toda la lencería del restaurante: servilletas, fundas, manteles, y también todos los delantales y trapos que usan sus compañeros de cocina, que encuentran todo lo que necesitan bien ordenadito al llegar a su puesto de trabajo.
Galán nunca ha comido en Zalacaín. Dice que se le haría raro. Pero tampoco concibe trabajar en otro sitio. El restaurante funciona a la antigua usanza: con una jerarquía rígida y un sistema de aprendizaje en el que han ido prosperando muchos de los trabajadores de la casa. Y sigue teniendo una rotación mucho más baja que la media del sector.
En cocina, explica Miralles, “todos empezaron desde lo más bajo que hay en la casa, que es el familiar, el que cocina la comida para toda la familia: aprende a guisar cocinando para las 40 personas que trabajan en el restaurante. El siguiente paso es el que hace las patatas suflés. El siguiente es el cuarto frío, después a entremetier [rango inferior al chef, encargado de elaborar todas las sopas y consomés, las hortalizas y sus guarniciones], después los responsables de pescados y carnes. Son los pasos lógicos. Es la organización de restaurante clásico, de toda la vida”.
Algo parecido ocurre en sala. Antes de comer tenemos la suerte de charlar un rato con el barman Francisco Javier Uceda, otro histórico de la casa, en la que lleva 45 años. Su whisky sour –que elabora solo con jarabe de azúcar casero, zumo de limón y bourbon– es un clásico de la coctelería madrileña, pero cuando entró a trabajar en Zalacaín no había puesto una copa en su vida.
Miralles solo acepta a un 'stagier' en el equipo, al que enseña para que, si todo funciona, se quede en la casa
Uceda llegó a Zalacaín como aprendiz en sala, en una época en la que nadie estudiaba para ser camarero. “Han cambiado mucho las cosas”, reconoce. “Antes te decía el jefe ‘haz esto’ y lo hacías diciendo ‘sí, señor’. Ahora pides a alguien algo fuera de lo normal y te dice que no es su cometido”.
Hoy, claro, existen las escuelas de hostelería, pero a Zalacaín aunque se venga aprendido, se viene a aprender. La cocina ni siquiera cuenta con stagiers. Miralles solo acepta a un aprendiz en el equipo, al que enseña para que, si todo funciona, se quede en la casa. “No queremos tener a gente de prácticas como mano de obra”, zanja.
Nuevos platos, con viejos sabores
La solera que desprende una casa como Zalacaín es algo que nadie debería permitir que se perdiera, pero también puede ser un escollo para avanzar.
“Hemos introducido nuevas técnicas de cocinado que antes no se utilizaban en la casa”, asegura el chef
“A día de hoy estamos en un momento muy bueno, en el que todos hemos encontrado nuestro sitio, todos trabajamos para todos y funcionamos conjuntamente, pero el que llega de nuevas a una jefatura en una empresa que lleva x años y diga que todo es un camino de rosas, o no se ha metido en el barro o ha pasado desapercibido”, apunta Miralles. “Al final la zona de confort de cada uno es la zona de confort de cada uno y nos hemos tenido que adaptar todos”.
El nuevo chef tenía claro que debía introducir cambios en la carta del restaurante e, incluso, en sus procesos operativos, pero sin que el cliente de toda la vida se sintiera extrañado. Y no ha sido sencillo.
“Lo principal es que hay mucho más trabajo sobre el plato”, apunta Miralles. “La base de salsas y de cocina clásica sigue existiendo, pero hemos introducido nuevas técnicas de cocinado que antes no se utilizaban en la casa, por ejemplo las bajas temperaturas. Hay que buscar qué técnica le viene mejor a cada producto. Hace 40 años había unas técnicas, que eran las que había, y de 40 años hacia delante todo ha evolucionado. Si te quedas en el pasado al final también te limitas, porque no avanzas y te vas lapidando”.
En la carta de Zalacaín seguimos encontrando clásicos como el pequeño búcaro Don Pío, quizás el plato más reconocible del restaurante: una creación del primer chef de la casa, Benjamín Urdiain, que debe su nombre al recipiente en el que se sirve, un pequeño vaso de porcelana fina que ya nadie fabrica. Dentro encontramos un doble consomé de carne gelificado, acompañado de huevos de codorniz, salmón ahumado, caviar y crema agria, que bien podríamos encontrar con otra presentación (probablemente, menos suntuosa) en cualquier restaurante de tres estrellas Michelin.
“Es una cocina que sigue siendo muy actual, en la que el plato da soporte a la comida”, explica Miralles. “Ya hace 45 años se pensó en que ese plato tenía que ir en ese recipiente”.
El chef ha dado una pequeña vuelta a clásicos de la casa como los raviolis de seta, foie y trufa o las manitas de cerdo rellenas de cordero, crema de apio nabo y salsa de callos, que siguen siendo reconocibles, pero cuya técnica ha cambiado. “Los hemos ido contemporizando”, explica. Pero, además, se ha atrevido con nuevas creaciones que no desentonan lo más mínimo, como el pichón curado en grasa de pato, que se acompaña de un pastel de foie y anguila (un plato soberbio) o la yema de huevo curada, con brioche al tomillo y caldo rancio de foie, que rezuma clasicismo bien entendido.
“Son platos de apariencia tradicional, pero no lo son tanto”, explica Miralles. “Es cierto que utilizas bases de recuerdo clásico, pero visualmente es completamente diferente, quieras que no eso te dice que el trabajo está bien hecho, cuando nada chirría. Te esperabas una cosa y encuentras otra, y da igual que sea clásico o no, la casa sigue funcionando”.
Larga vida a Zalacaín
Fuera de carta todos los días hay platos nuevos. Y es que Zalacaín tiene una decena de parroquianos que aparecen a comer tres o cuatro días por semana, entre ellos algunos de los más conocidos empresarios madrileños.
“Tenemos que convivir con dos mundos muy diferentes”, explica Miralles. “El mundo de los negocios, que viene a comer y no a que le cuentes historias, y por la noche a lo mejor si tenemos otro tipo de público que viene a vivir la experiencia de Zalacaín como algo novedoso”. Y hay que dar de comer bien a todo el mundo.
“Fuera de carta es mercado puro y duro: ahora tenemos hongos, tenemos rodaballos, tenemos siempre un plato de carne, un plato de cuchara –hoy tenemos fabada–….”, explica el chef. “Vamos dando a esa gente algo que le haga sentir como en casa, que haya comida de diario, que al final es lo que vienen buscando”.
Hoy parece claro que Zalacaín ha vuelto al lugar que le corresponde: el de uno de los templos por excelencia de la gastronomía madrileña y española.
“Teníamos que reinventarnos, y no significaba cambiarlo todo, había que volver a ser Zalacaín”, concluye González. “Esta en el mismo sitio de hace 45 años, pero ahora apetece ir, y no solo por darse un homenaje”.
Qué pedir: no se debe abandonar Zalacaín sin probar algunos de sus platos míticos como el pequeño búcaro Don Pío, el cordero asado con su cuello, el steak tartar o las patatas suflés, pero tampoco debe faltar alguna de las nuevas creaciones de Miralles, que nos han sorprendido muy gratamente. Se ofrecen medias raciones, que permiten probar más cosas, y un menú degustación de 98€ perfecto para darse un homenaje.
Datos prácticos.
Dónde: Calle Álvarez de Baena, 4. (Madrid).
Precio medio: 110 euros.
Reservas: 915 614 840 y en su página web.
Horario: Abre todos los días
En Directo al Paladar | El gran dilema de los mejores restaurantes: cómo innovar manteniendo la coherencia
En Directoa al Paladar | La fórmula de Martín Berasategui para cumplir 25 años en lo más alto