Existe una relación directa entre la correcta alimentación del individuo y su estado de salud. La salud no solo es la ausencia de enfermedad si no que abarca otros parámetros como, la calidad de vida de la persona en concreto, el ambiente que la rodea, los hábitos de vida de dicha persona, su actitud hacia los factores externos en general, etc.
Todas las personas tenemos la necesidad fisiológica de comer, lo que hemos convertido en un hábito. A diferencia de la mayoría del resto de seres vivos, nosotros estamos en proceso de educación constante y, dicho hábito lo maridamos con nuestra situación sociocultural, económica, con nuestra idiosincrasia. Cuando prevalece el hábito ante el maridaje estamos más cercanos a esos otros especímenes y, por lo tanto, nuestra salud corre peligro.
Una alimentación sana, para empezar, debe estar irremediablemente compuesta por alimentos de calidad. Esto se resume en la calidad en cuanto a características organolépticas del alimento, modo y manera del proceso de su creación o elaboración, etc. Pero eso no es todo, calidad de los alimentos no implica calidad de alimentación. Para mantener una alimentación sana, por tanto, no solo es imprescindible consumir alimentos saludables, además, hay que consumirlos en las cantidades adecuadas, con la adecuada frecuencia, en el entorno adecuado y de una forma correcta. Todo esto componen los hábitos alimentarios.
Cada día se oye más hablar de “alimentos sanos”, bien, haberlos hay los, faltaría más. Lo que hemos de entender es que no lo es todo el alimento en cuestión. No vale consumir productos ecológicos como única dieta y luego hincharse a fumar, pasar horas y horas delante del televisor, no lavarse los dientes, beber como un cosaco, trabajar en una fábrica con productos tóxicos y no protegerse correctamente, ser huraño con el resto del mundo. Si, comes alimentos sanos, pero si no cuidas el resto tú no estás sano.
Si miramos para atrás podemos observar que el comportamiento en los últimos años ha tenido, dentro de nuestra cultura al menos un par de vertientes. Por un lado, si observamos con detenimiento nuestros recetarios tradicionales, están llenos de recetas antiguas que, ahora que la ciencia es más de a pie que antaño, vemos con orgullo que se trata de platos en su mayoría bastante equilibrados. Platos que seguimos, afortunadamente, consumiendo de manera habitual. La otra vertiente sin embargo, nos viene de épocas como el Medievo en las que el abuso de especias, salsas y condimentos, las mezcolanzas absurdas e indigeribles daban como resultado pantagruélicos banquetes en los que no atinabas a saber cuál era la pieza principal, si arce, lechuza, trucha, faisán o congrio. Además de acabar con el estomago destrozado, imagino.
Vemos entonces que hemos seguido la línea coherente y correcta, sin embargo, debido a modas como la delgadez y a, yo diría falta de pararse a pensar, existe un elevado sector de la población que actúa en este sentido de una manera tan absurda e incoherente como la vertiente de antaño que apenas rememoramos en eventos culturales como historia o anécdota. Por ejemplo, tomamos leche desnatada y la acompañamos de bollería industrial (cargada de grasas trans). Absurdo. Compramos tomates ecológicos a un precio prohibitivo y nos los comemos con pan bimbo y sucedáneo de foie-gras de a 20 céntimos el bote, con más E que otra cosa. Estúpido.
La conclusión pues a este primer concepto de alimentación sana, creo que ha quedado clara. Hablamos de una serie de circunstancias que en conjunto nos aportan salud. Cada uno de los eslabones rotos en esta particular cadena, probablemente hará temblar al resto y precipitarse. Debemos pues ser razonables e interesarnos por saber que estamos comiendo. Preguntarnos si nuestros hábitos son adecuados, si sabemos comer, si lo hacemos correctamente. En definitiva, preocuparnos por llevar a cabo dicha alimentación sana en todos y cada uno de sus parámetros.
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