Madrid es una ciudad donde se pude comer muy bien, quizá no tenga el glamour barcelonés ni donostiarra ni el reconocimiento que algunos cocineros catalanes y vascos han conseguido a base de creatividad, talento y una base culinaria (la de la cocina catalana y vasca) que aporta una ventaja extraordinaria.
Pero hay una cosa que Madrid posee como gran capital europea y que es, bajo mi opinión, una de sus marcas de identidad, quizá eso que la hace diferente en el panorama gastronómico español: posee los mejores restaurantes de alta cocina clásica.
Y es que es curioso y muy interesante ver cómo aguantan el tipo esta clase de restaurantes ante la avalancha (muchas veces sin demasiado sentido) de la cocina de autor creativa. Zalacaín, Príncipe de Viana o Horcher (este un poco más renovado y en alza como demuestran sus actuales tres soles Campsa) son ejemplos de locales todos ellos con más de treinta años de historia que siguen ofreciendo tanto una cocina como un trato exquisito en un escenario de lujo tradicional que no desmerece los actuales fogones modernos.
Siguen los platos clásicos de caza, el steak tartar, ese pichón mostrado al cliente antes de deshuesarlo en una camarera adjunta a las mesas, esas obligaciones arcaicas de la chaqueta y la corbata, esos gabanes lucidos con dignidad por sus aparcacoches y quizá lo peor, esa elevada media de edad de sus clientes, algo que quizá haga presagiar lo peor.
Yo, por mi parte, hago desde aquí un llamamiento a aquellos jóvenes que gustan del lujo gastronómico para que se acerquen a estos locales donde no sólo podrán paladear una cocina exquisita, sino disfrutar durante un rato de un lujo sin snobismos, lleno de detalles gloriosos y donde el protagonismo del cocinero pasa, por fin, a ser propiedad del cliente.