"Soy técnicamente obeso": tras doce años comiendo fuera de casa, dimite el crítico gastronómico del New York Times

En su declaración, deja mimbres de lo que realmente puede ser la profesión y de la competitividad y riesgos para la salud que hay detrás

Su nombre es Pete Wells y en una carta abierta en The New York Times, casi a modo de testamento vital, anuncia que deja de reseñar restaurantes. No deja por completo el trabajo, ya que advierte que le quedan un par de críticas publicar, pero considera que tras doce años de visitar restaurantes, su tiempo ha acabado.

Han sido doce años de su vida los que Wells, uno de los críticos más influyentes del panorama gastronómico estadounidense, ha consagrado a comer y cenar, casi de manera fervorosa, fuera de casa. En los propios cálculos que Wells hace, cifra en alrededor de 140 visitas a restaurantes anuales, algo más de uno cada dos días.

No es el único. Tampoco el único desertor. Pero sí es uno de los que ha avalado la insostenibilidad de un trabajo que, según cita en su carta, pasa un inevitable peaje físico, pero también mental.

Todo se desencadenó cuando a principios de año se sometió a un chequeo médico. La intención era comprobar su estado físico real, tras haber probado unos 70 restaurantes de los 140 susceptibles que entrarían en la edición de 2024 de la lista de 'Los 100 mejores restaurantes de Nueva York'.

Como era de esperar, Wells se alarmó: "Mis resultados fueron malos en todas las áreas: el colesterol, el azúcar en sangre y la hipertensión eran peores de lo que habría esperado incluso en mis momentos más sombríos". Conceptos como prediabetes, hígado graso o síndrome metabólico aparecían en un horizonte muy cercano ante lo que se categorizó como "técnicamente obeso".

Sin embargo, estos resultados no se ven en sus críticas. Tampoco en sus redes sociales. Ni en las de sus compañeros de profesión, que generalmente se limitan a lamerse las heridas en privado y recordar que este trabajo –el de crítico gastronómico, probar restaurantes e ir de la ceca a la meca todo el año– no es solo la parte agradable de comer en sitios estupendos.

También es el estrés de validar –o no– propuestas de cocineros que quieren seducirte con sus creaciones. De empresarios y hosteleros que se juegan mucho con una crítica, no solo de profesionales, sino también del aumento desmedido de influencers que han empezado a ejercer cierta tarea de reemplazo del crítico gastronómico tradicional.

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Ahora lo deja, antes de que el trabajo lo deje a él, pero quedará siempre en el tintero la eterna pregunta de si realmente la exigencia física y mental de esta profesión es mayor o menor que la que puede tener una cajera de supermercado, un pescador en flotas de bajura, una médico de urgencias o un albañil en una obra.

Quizás, y solo quizás, el hígado graso sea para el crítico gastronómico lo que una ciática para un fontanero; que el síndrome metabólico de alguien que está todo el día comiendo fuera de casa sea la particular silicosis de un minero o que, quizás, la prediabetes sea el peaje del que consagra su vida a hablar de gastronomía se parezca a las cervicalgias de una oficinista.

Imágenes | Liz Clayman para The New York Times

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