No es ningún secreto. Todos hemos escuchado historias de restaurantes de lujo, con dos o tres estrellas Michelín, que las pasan canutas para llegar a fin de mes. La industria de la alta cocina es competitiva, arriesgada y tiene un bajo margen de beneficio, por muy caro que se sirvan los platos. No en vano, muchos grandes restauradores abren filiales más económicas de sus establecimientos, a fin de encontrar el ansiado equilibrio financiero.
Pero hacer que salgan las cuentas no es el mayor desafío. Si tu restaurante tiene una lista de espera de meses, es posible subir el precio e, incluso, cobrar por adelantado, como hacen cada vez más restaurantes; el problema es lograr permanecer por mucho tiempo en la cresta de la ola.
Como explica Daniel Ospina, excocinero y, actualmente, profesor visitante de la Universidad de Oxford, en un artículo publicado en Harvard Business Review, para que un restaurante mantenga su puesto entre los mejores “tiene que mantener una coherencia impecable, siendo a la vez innovador y vanguardista”.
El difícil binomio entre creatividad y estandarización
En la cocina es muy importante la creatividad, pero, una vez que inventas algo novedoso tienes que repetirlo una y mil veces, manteniendo siempre el mismo nivel de excelencia. Y no hay espacio para la imaginación. “La alta cocina se basa principalmente en la repetición constante y rigurosa, en un entorno altamente controlado y jerárquico”, explica Ospina. “Para recibir tres estrellas Michelin, la calificación más alta otorgada por la prestigiosa Guía, los restaurantes deben ofrecer una experiencia impecable en todas las visitas. Esto significa lograr una estandarización precisa y un fuerte control de calidad”.
Todo plato tiene una serie de pasos que deben ejecutarse siempre igual, y estos van de la selección de la materia prima –que debe mantener siempre la misma calidad–, a la temperatura de cocción de cada elemento o la presentación. En el día a día de las cocinas de los grandes chef no hay espacio para la creatividad. El trabajo es más parecido al de una cadena de producción fordista: cada cocinero tiene una tarea concreta, que ha practicado cientos de veces bajo la supervisión directa de su jefe hasta alcanzar el grado de excelencia necesario. Y el control de calidad, que es el verdadero trabajo del jefe de cocina, es constante. Cuando tus clientes están pagando más de 150 euros por un menú, no puedes cometer errores.
El problema es que estos procesos tienen que ir renovándose con el tiempo, en la medida en que cada vez se exige más a los grandes restaurantes que cambien su carta. Hay excepciones. El restaurante que ha conservado durante más tiempo tres estrellas Michelín es L'Auberge Paul Bocuse, fundado por el supercocinero francés del mismo nombre, y apenas ha cambiado la carta en 50 años. Pero es un caso especial. Cada vez tiene más peso, por ejemplo, la lista que publica la revista Restaurant, que tiene otros criterios de selección, más subjetivos (y más propensos a premiar las nuevas tendencias). En esta ni siquiera aparece el restaurante de Bocuse.
Triunfar en la Guía Michelín y en la lista Restaurant
Aunque es difícil, combinar consistencia y creatividad no es imposible. Y hay restaurantes que lo han logrado. Es el caso de El Bulli, el primer local que logró tres estrellas Michelín y estar en lo más alto de la lista Restaurant, gracias a un modelo que se ha convertido en caso de estudio.
La historia es bien conocida para los amantes de la gastronomía. Con solo una estrella Michelin, en 1987 el restaurante decidió probar algo nuevo. Dado que el negocio se resentía en invierno, sus propietarios, Ferran Adrià y Juli Soler, decidieron cerrar el restaurante entre dos y cinco meses, para viajar y probar nuevos platos. En 1990 obtuvieron una segunda estrella Michelin, y en 1994, El Bulli se convirtió en el primer restaurante de alta gama en invertir en un equipo de desarrollo y un laboratorio. Tres años más tarde recibieron su tercera estrella y, cuando la lista Restaurant de los mejores 50 restaurantes vio la luz, en 2002, inauguraron la primera posición.
Adrià creó todo un sistema de innovación –a imagen y semejanza de los que implementan las compañías tecnológicas más punteras– para desarrollar nuevos platos. Y busco aliados: universidades y empresas que pudieran servir para obtener ingresos extra mientras el restaurante permanecía cerrado.
Este modelo ha sido desde entonces replicado por muchos de los mejores restaurantes del mundo. Tanto The Fat Duck como El Celler de Can Roca establecieron cocinas de investigación antes de alcanzar lo más alto en ambas guías. El chef Rene Redzepi, propietario del restaurante danés Noma –cuatro veces número uno en la lista de Restaurant y con dos estrellas Michelin–, ha cerrado su establecimiento durante un año, en busca de nuevas ideas que estrenará, además, en un local distinto, lo que implica perder las condecoraciones.
“Ahora todo está en juego”, expicaba Redzepi a Bloomberg. “Cuando realmente te mueves como nosotros lo hacemos, pierdes todo. Las estrellas Michelin ya no están. Los rankings ya no están. Todo se ha ido. Pero todavía tenemos nuestra creatividad“.
En realidad, Redzepi sabe muy bien lo que está haciendo. Y es que en esta liza solo existe una máxima: renovarse o morir.
“Los restaurantes más aclamados han integrado creatividad y aprendizaje en toda la organización creando espacios y procesos para permitir aportes colectivos y desarrollos focalizados”, concluye Ospina. “Están demostrado que una cultura de precisión y atención al detalle puede coexistir con la constante reinvención, y se puede aprovechar esta competencia para lograr clasificaciones de prestigio, asociaciones lucrativas y negocios paralelos que generan crecimiento”.
Imágenes | Nick Webb/BBVA/Alain Elorza/Canal Sur/City Foodsters
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