Las celebraciones ligadas hoy a Halloween son producto de un batiburrillo de tradiciones, mitos y leyendas paganas y cristianas, bien aderezadas de consumismo. Son muchas las culturas que mantienen diversos ritos funerarios ancestrales, aunque es inevitable que hoy vinculemos la Noche de Brujas con montañas de dulces. Desafortunadamente para los vecinos de una pequeña ciudad británica, la venta de unos inocentes caramelos desembocó en tragedia.
Ocurrió a mediados del siglo XIX, en plena época victoriana, en un contexto de apogeo del Imperio Británico, con el acelerado desarrollo de las ciudades impulsado por la Revolución Industrial. Una industrialización que, sin embargo, trajo consigo una precaria vida urbana llena de peligros, especialmente en materia de salud pública. Tampoco ayudaba que los envenenamientos, accidentales o provocados, estuvieran a la orden del día.
Una consecuencia de esa nueva vida urbana fue la estandarización de un nuevo orden social con el gran desarrollo de la clase obrera y también de la clase media, que ahora podían acceder a bienes y recursos hasta entonces reservados a los más pudientes. Un claro ejemplo fue el dulce, otrora reservado a nobles y reyes, ahora adoptando nuevas formas para saciar el goloso paladar dulce de toda la población.
Fue el siglo de la expansión de la industria de galletas, chocolates y pasteles, pero también del mundo del caramelo duro, más fácil y barato de producir, almacenar, transportar y comercializar.
Solo había un problema; el azúcar era tremendamente caro. Y había que hacer negocio.
Azúcar adulterado
Fue en el siglo XIV cuando el uso del azúcar como ingrediente endulzante se generalizó en Gran Bretaña, pero era imposible cultivar la caña en tierras locales, como sucede en toda Europa. Había que importarlo, y eso salía muy, muy caro. Era un lujo reservado para los más pudientes.
Al extenderse el poder del Imperio por las Indias Occidentales (Antillas y Bahamas), aumentaron las exportaciones de azúcar, enriqueciéndose con esas operaciones los puertos comerciales británicos. Como consecuencia, la Corona impuso altos impuestos al llamado ya oro blanco, dejando al azúcar como un producto de lujo inaccesible para las economías más humildes.
Los fabricantes y comerciantes de dulces y caramelos, cada vez más comunes en las ciudades, apostaron por abaratar los costes y así hacerlos más accesibles a las clases más bajas. La técnica más habitual consistía en mezclar el azúcar con el llamado daft, una especie de polvo de yeso y caliza que, en principio, no presentaba riesgos para la salud, y era legal.
Nada que no se haya visto cientos de veces a lo largo de la historia de la gastronomía: sustitutos baratos en tiempos de carestía. Siempre que sepas qué estás usando como sustituto.
Caramelos envenenados
William Hardaker, conocido como Humbug Billy, tiene un puesto de caramelos en el Green Market de la ciudad de Bradford. Es 30 de octubre de 1858, final de mes y se acerca el Día de Todos los Santos, una fecha propicia para hacer caja. Su tienda es especialmente popular al ofrecer precios especiales y descuentos en los caramelos más decolorados o con un acabado menos fino.
Muy populares son los llamados humbugs, caramelos de azúcar duro de rayas de dos colores, normalmente blanco y negro o marrón, con aroma de menta, todavía hoy a la venta en tierras británicas, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Irlanda y Sudáfrica. Hardaker vendió aquel día unos dos kilos de humbugs antes de cerrar e irse a casa. A la mañana siguiente, dos niños del barrio habían muerto.
Pese a que la policía atribuyó los fallecimientos a una de tantas enfermedades infantiles que abundaban en la época, según avanzó aquel día de Halloween se fueron sucediendo numerosas muertes repentinas sin causa aparente, entre personas de edades diferentes, y muchos otros cayeron enfermos.
Las pesquisas policiales apuntaron a los caramelos de Hardaker cuando el padre de otros dos niños pequeños fallecidos comentó sus sospechas. Otro joven del domicilio, tras probarlos, no tardó en caer muy enfermo.
Pero al acudir en la búsqueda del sospechoso de envenenamiento masivo, algo demasiado común en la época, la policía se encontró al propio Humbug Billy muy enfermo en su casa, en agonía. Mientras tanto, las muertes y los enfermos se sumaban por decenas en la ciudad.
Una serie de catastróficas desdichas
El culpable de los envenenamientos de 1858 de Bradford no fue otro que el desdichado azar, como apunta Jenny Elliott en Atlas Obscura, fruto del afán de lucro y las negligencias sanitarias.
Hardaker compraba los caramelos al fabricante mayorista Joseph Neal. Su receta consistía en una mezcla de goma, agua, aceite de menta, azúcar y daft. Ese polvo de yeso lo compraba en grandes cantidades a una droguería de una localidad cercana, cuya tarea encomendaba a un ayudante.
Dos semanas antes de la tragedia, el joven empleado salió con el encargo de adquirir unos 5,5 kilos daft para continuar con la producción de caramelos. Sin embargo, el farmacéutico estaba enfermo, postrado en cama, y no se fiaba de su inexperto ayudante para despachar los pedidos. Ante la insistencia del enviado de Neal, siguiendo las instrucciones dictadas, el joven aprendiz echó mano del recipiente donde creía que estaba el polvo blanco demandado.
Para desgracia del farmacéutico, del ayudante, de Joseph Neal y de todo Bradford, los botes estaban sin etiquetar y el chico se había confundido. Vendió más de 5 kilos de óxido de arsénico, que Neal dio a James Appleton, otro empleado encargado en la elaboración de los caramelos, para ponerse a trabajar. El desdichado Appleton terminaría vomitando por la exposición al veneno, pero no le dio mayor importancia.
Casi 20 kilos de caramelos envenenados salieron de la fábrica para ser vendidos en su mayoría en el puesto de Humbug Billy. Cada uno de aquellos humbugs tenía el poder suficiente para matar a un hombre adulto si no recibía tratamiento.
En total, 21 personas murieron aquel fatídico Halloween, en su mayoría niños, con más de 200 enfermos graves. Pudieron ser muchos más si no se hubiera alertado a toda la población aquella noche llamando a las puertas de las casas y vociferando mensajes por las calles. El farmacéutico, su aprendiz y Joseph Neal fueron arrestados como responsables, pero salieron absueltos al no poder acusárseles de cometer ningún crimen.
Todo fue fruto de un accidente, consecuencia de desafortunadas circunstancias. El trágico episodio causó mucho revuelo en la prensa que llegaría a influir en la creación de nuevas normas que protegieran un poco mejor la salud de los ciudadanos.
La Ley de Adulteración de Alimentos y Bebidas de 1860 modificó la norma en la que se podían mezclar y combinar ingredientes, pero más importante fue la Ley de Farmacia de 1868. Por primera vez era obligatorio que los venenos se vendieran en frascos especiales de vidrio coloreado y texturizado, debidamente etiquetados, se obligaba a los comerciantes a llevar registros con los nombres de los compradores.
Sería un poco más difícil a partir de entonces envenenar a la gente. Fuera a propósito o por un macabro baile del destino.
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