De niños no solo vivíamos con la inocencia de creer en los Reyes Magos, también éramos ajenos a las interminables polémicas que rodean a nuestro tradicional roscón; que si no es para tanto, que el mejor lo hacen en tal sitio, que si la nata es una abominación... Pero hay una cuestión que divide de forma radical en bandos irreconciliables: la fruta escarchada o confitada que lo decora.
Odiada y vilipendiada por muchos, la fruta escarchada es tan icónica como cada vez más maltratada por todo el mundo, objeto de mofa y maldiciones, criticada y maldecida hasta incluso desaparecer por completo de cada vez más roscones. En Directo al Paladar seguimos defendiendo esta dulce delicia, símbolo quizá de otros tiempos, pero que merece ser reivindicada.
Todo el mundo tiene derecho a tener sus propios gustos y no nos creemos superiores por afirmar que sí, nos gusta el roscón con su fruta confitada; pero se ha devaluado tanto su calidad y casi parece estar de moda hacerle ascos, que creemos necesario recordar de dónde viene y por qué sigue siendo un manjar para degustar, eso sí, con moderación.
Fruta confitada, escarchada y glaseada: ¿qué son y en qué se diferencian?
Tal y como recoge el diccionario de gastronomía, la fruta confitada es aquella que ha sido sometida a un proceso de cocción en almíbar de azúcar para extraer la mayor cantidad posible de agua. Aunque se suelen usar los términos confitada, glaseada y escarchada indistintamente, no son exactamente lo mismo.
La fruta confitada simple se presenta tal cual, en ocasiones rebozada en azúcar granulado, como la fruta de Niza. Tenemos, por ejemplo, la típicas frutas que usamos para pasteles y bizcochos de tipo *plum cake*, las cortezas de naranja con chocolate -orangettes- o las guindas, tan usadas para decorar. También las frutas de Aragón, una especialidad pastelera muy popular que presenta las piezas de fruta bañadas en chocolate con leche o negro.
Cuando al producto confitado se le aplica un glaseado posterior, se obtienen frutas glaseadas o escarchadas. Las primeras presentan un acabado más fino y homogéneo, mientras que, en el segundo caso, el almíbar más concentrado se seca, cristalizando y dando una apariencia de escarcha a la fruta, aportando un aspecto algo más festivo y un contraste crujiente en la textura exterior.
El aspecto escarchado es más habitual para piezas grandes de fruta, si bien también se aplica a las castañas para elaborar marrón glacé. Con el tiempo, una fruta glaseada puede adquirir el aspecto escarchado por la propia acción del azúcar que se va concentrando y cristalizando en el exterior.
Método de conservación, medicina y producto de lujo
Los orígenes de la fruta confitada hay que buscarlos en los mismos que dieron lugar a salazones, carnes curadas o conservas: la pura necesidad de conservar los alimentos. La fruta es un producto muy perecedero y además caro, por lo que poder alargar su conservación durante meses era una cuestión primordial cuando lo único que existían eran despensas y fresqueras.
Sabemos que en tiempos antiguos ya griegos y romanos presevaban frutas con almíbares, y también fue un método muy practicado en la antigua China para poder proveer a los emperadores de frutas todo el año sin que se echaran a perder en el trasporte. Originalmente era más habitual cocer las frutas en miel, más accesible que el azúcar granulado en según qué regiones y épocas, aunque se fue sustituyendo por este a medida que se perfeccionaron las técnicas.
De origen antiguo es también el letuario, una elaboración sefardí que entronca con el dulce de membrillo de hoy, aunque podía elaborarse con otras frutas. Estas se cocían en una mezcla de agua y azúcar o miel a fuego lento durante muchas horas, quedando la fruta confitada, a veces con la consistencia de una compota espesa. La palabra proviene del latín electuarium, un antiguo remedio medicinal reconstituyente a base de frutas o verduras cocidas en almíbar; está claro que antes el azúcar no tenía tan mala prensa como hoy.
Fue por tanto en la Edad Media cuando la elaboración de confites adquirió un mayor desarrollo, gracias también en parte por la influencia árabe. Era un producto muy apreciado por los monarcas y clases más pudientes, y no podía faltar en los grandes banquetes o celebraciones, como parte del menú y no solo como un mero postre, a menudo decorando la mesa con su vistosa presencia.
La fruta fresca fue durante mucho tiempo un bocado de verdadero lujo; los alimentos se consideraban más nobles y elevados cuanto más lejos crecían del suelo, y su producción resultaba muy costosa; por eso las clases bajas apenas podían probarla. Pero para que reyes y nobles pudieran disfrutarla todo el año, los confites se convirtieron casi en un básico de las grandes despensas.
El título manuscrito de 1401, 'Vergel de señores, en el cual se muestran a hacer con mucha excelencia todas las conservas, electuarios, confituras, turrones y otras cosas de azúcar y miel', conservado en la Biblioteca Nacional, demuestra el dominio que ya se tenía entonces de las técnicas del azúcar, y podemos ver ejemplos en numerosos cuadros de diferentes épocas, como el célebre banquete de Felip II de Sánchez Coello.
Fruta natural y azúcar: dos ingredientes de lujo que juntos daban lugar a elegantes tentaciones muy golosas que no solo endulzaban el paladar de monarcas y otros dignatarios; eran un símbolo de poder, de riqueza y fastuosidad, alimento energético y reconstituyente, y también parte de la escenografía de la mesa.
El repertorio confitero fue creciendo a medida que se profesionalizaba la labor artesana, y las frutas escarchadas compartieron protagonismo con caramelos y otras golosinas, además de elaboraciones reposteras tradicionales, como mazapanes, rosquillas o barquillos. Seguían siendo alimentos costosos, pero accesibles ya a una mayor parte de la sociedad.
Muchas de estas delicias golosas se reservaban para ocasiones puntuales, y nada más especial que la Navidad. Consideradas ellas mismas como un dulce navideño, todo un lujo para muchas personas, también fueron incorporándose como ingrediente y adorno de pasteles, mazapanes o turrones. Su presencia en el Roscón de Reyes, eso sí, no llegaría hasta prácticamente el siglo XX.
Una costosa y larga elaboración
El proceso de elaboración de la fruta confitada o escarchada no ha variado mucho en los últimos siglos, y ya viene bien detallado por Juan de la Mata en su célebre 'Arte de la repostería' de 1747, en el que se detiene a dar detalles sobre el tratamiento específico de cada fruta. Nos dice el buen Juan:
Como et Arte de confitar depende de la diverfídad dé preparaciones del Azúcar, para convertirle en almivar mas, ò menos efpefo , fegun fuere neceífario, es precifo dar las reglas , tanto para el conocimiento de fus puntos, como para faberlos executar, juntamente con el nombre , que à cai da uno correíponde, por evitar afsi la intempèftiva explicadcion: precifa en los Capítulos de las Frutas, que fe han de confitar (...).
Así pues, el resultado final dependerá de factores como la cantidad de azúcar y agua, el tiempo de cocción y la temperatura, que puede variar según el punto que se busque o la materia prima empleada. No es lo mismo confitar una pera entera que cortezas de naranja, por ejemplo.
El objetivo es eliminar el agua natural que contiene la fruta, y que es el principal causante de su putrefacción, impidiendo que se desarrollen patógenos mediante la saturación de azúcar. Es crucial controlar la concentración de azúcares y la temperatura, pues hay que evitar que la fruta se deshaga y se convierta en mermelada o compota. Por ello, el proceso es largo, y en ocasiones comienza muchas semanas antes de empezar a confitar.
Empresas especializadas en esta técnica, como la prestigiosa Francisco Moreno de La Calahorra, comienzan seleccionando las mejores frutas para dejarlas durante un año entero sumergidas en un líquido de gobierno que favorecerá la textura y la conservación.
Después, cada producto se procesa según el formato deseado y dependiendo de cada variedad: ciruelas y peras enteras, cítricos en rodajas o gajos, rectángulos o lingotes de calabaza o melón, piezas picadas en cubos, etc. Cada manufacturador precisará más el detalle, pudiendo detenerse en retirar huesos y semillas, o dejándolas tal cual.
Lo primero es elaborar el almíbar en una proporción de azúcar y agua que decide cada productor. Cuando el azúcar se ha disuelto por completo, se sumerge la fruta, se calienta y se retira rápidamente antes de la ebullición. El almíbar se deja espesar ligeramente, se deja templar y se vuelve a mezclar con las frutas para dejarlas en maceración durante 12-24 horas.
Este proceso se repite a lo largo de varios días, aumentando la concentración de azúcar con cada nueva cocción, hasta lograr los grados brix óptimos y el punto deseado. Entonces se puede proceder al glaseado o escarchado, dejando secar la fruta hasta que el azúcar cristaliza.
Durante el confitado se pueden agregar también conservantes -antioxidantes, sobre todo-, aromas y, más típico, colorantes alimentarios, algo que ya se hacía antiguamente. Hoy en día lo habitual es colorear melón o calabaza de rojo con ácido carmínico (E-120) y verde con una mezcla de curcumina (E-100) y azul brillante FCF (E-132).
Por qué sigue siendo un manjar
La invasión de frutas industriales en las que interesa más el color fluorescente que la calidad de la materia prima han contribuido al desprestigio de esta delicia. Desde luego, "lo verde" del roscón y esas piezas indefinidas de color rojo demasiado brillante no son precisamente las mejores representantes de la calidad de la fruta escarchada.
Esas "frutas" son en realidad piezas de calabaza o melón, que normalmente en origen no tienen ningún sabor, pero proporcionan una base firme y barata para saturar de azúcar y teñir al gusto del cliente. Lucen muy vistosas en el roscón de Reyes, sin duda, pero gastronómicamente no tienen apenas interés, por no decir ninguno en absoluto.
Lo que reivindicamos es la tradición artesana de la fruta confitada o escarchada de verdad, con ingredientes seleccionados de primera calidad y preparados con la cantidad justa de almíbar, respetando los tiempos y reposos adecuados.
Hay roscones de supermercado más baratos que la fruta escarchada que se exhibe a granel en algunas pastelerías; eso nos da una buena pista de dónde está la calidad y porqué la fruta de los primeros solo sabe a azúcar de colores.
La de verdadera calidad nos permite elegir entre sabores y aromas diferentes, pues poco tiene que ver una naranja confitada con la pera ercolini o unas ciruelas escarchadas. Son muy dulces, sí, pero no están pensadas para comerse enteras de una sentada, son bocados para degustar en pequeñas porciones, acompañando quesos o frutos secos, el café o licor, o para añadir a otras elaboraciones dulces y saladas.
Hoy en día estamos acostumbrados a disponer de dulces todo el año, y el surtido navideño cada vez se amplía y se adelanta más y más. Esa disponibilidad ha devaluado el carácter especial de la fruta escarchada, y ya no apreciamos realmente las elaboraciones festivas como algo excepcional y único, reservadas para momentos escogidos.
No hace tantos años que la presencia de las frutas escarchadas en escaparates anunciaban la Navidad y llenaban de ilusión a los más golosos, deslumbrando con su colorido y el brillo de su glaseado. No es de extrañar que los pasteleros comenzaran a usarla para engalanar el roscón de Reyes a principios del siglo XX, distinguiéndolo así definitivamente del pastel original francés.
Admitimos por tanto la existencia de roscones de Reyes desnudos de frutas o adornados solo con almendra y azúcar; no estuvo en su origen y cada uno es libre de comer lo que le gusta. Pero devolvamos a la fruta escarchada, la de auténtica calidad, el valor que se merece.
Desterremos los calabazates insípidos y melones pastosos con colores irreales y volvamos a disfrutar de este antiguo manjar de reyes. Es parte de nuestra historia, nuestra cultura y de nuestras viejas tradiciones navideñas, que no viejunas. Y porque a muchos nos encanta, y no merecemos escarnio público por ello.
Fotos | TheMarcusChance - iStock
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