Cuando pensamos en Bélgica —que nos perdonen flamencos y valones— no se nos viene a la cabeza un país especialmente famoso por su cocina. Mejillones, chocolate, waffles y galletas Lotus y, sobre todo, patatas fritas, son las banderas de una gastronomía no excesivamente reconocida.
Tampoco podemos culpabilizar al país por este discreto paso por el mundo culinario. No hablamos de un territorio ni extenso ni geográficamente variado como para tener unos recursos que abrumen desde la mesa. Tampoco una relevancia histórica que les hubiese permitido expandirse a través de los estómagos.
Sin embargo, hay algunos detalles que han conseguido trascender de sus pequeñas fronteras y darles fama internacional. Es el caso de la cerveza, siendo cuna de las cervezas de abadía y hogar de algunas de las marcas más reputadas del mundo, y también, casi compartida, una relevancia chocolatera que solo Suiza emula.
Lógicamente, entre aperitivo y postre, habrá que echar al coleto algo más cuando uno se deja caer por Bélgica. Por eso, en cualquier pueblo y ciudad, encontraremos las clásicas friteries, ya sean restaurantes o sean puestos callejeros, consagrados a las patatas fritas.
Bruselas, Amberes, Brujas, Gante, Lieja, Lovaina... No hay gran ciudad belga en la que sus plazas principales no tengan uno de estos templetes de la street food a costa de patatas fritas en gruesos bastones y preparadas en el acto.
Un símbolo en el cual se unen las dos mitades tradicionalmente enfrentadas del país, valones (al sur) y flamencos (al norte), mientras Bruselas, epicentro europeo y capital del país, sirve como puerto franco para ambos mundos.
Pocas cosas unen Bélgica, por eso la relevancia de la patata frita solo es equiparable a la de los Diablos Rojos, la selección de fútbol del país, a la que en función de la procedencia se la conoce por la traducción del apodo: Rode Duivels, en flamenco; Rote Teufel, en valón; y Diables Rouges, en francés, la tercera lengua oficial del país y no precisamente la más hablada.
Llamada friten o frituur, son miles las patatas fritas que los belgas sirven y consumen con fruición y a los cuales el término french fries (fries francesas) que ha dado nombre a esta preparación en Estados Unidos y Canadá, solivianta.
Un chef, un presidente, una feria y la I Guerra Mundial
Bélgica y Francia se disputan así la maternidad de las patatas fritas. Cada uno avala el derecho a ser los primeros, aunque por desgracia nada lo va a aclarar porque la prueba original se pierde en el albur del pasado.
De hecho, Francia tiene cierta licencia a considerarse la madre de las patatas fritas, ya que el presidente Thomas Jefferson dejó escrito de su mano en el año 1801 un menú en el que se incluían "patatas fritas a la manera francesa", elaboradas por Honoré Julien, su cocinero.
Claro que no podemos presuponer que Julien las inventase o que tomase prestada la idea. Además, la teoría no avala que la receta pasase de la mesa de Jefferson al ciudadano estadounidense y convirtiese las patatas masivamente en esta fritura.
Distintas conjeturas belgas sitúan el origen de las patatas fritas a finales del siglo XVII, aunque no hay testimonios escritos que lo avalen. Lo que sí es cierto es que ya en el siglo XIX, un 'freidor' de Amberes sirve como epicentro de las frites 'para llevar'.
El responsable, según explica Compass.be, fue Frederic Krieger, que inició una pequeña campaña de publicidad repartiendo panfletos sobre sus patatas fritas en la Sinksenfoor (una feria anual que se celebra en Amberes) de 1838.
Por tanto, el concepto 'frites' ya existía, sin importar el lado de la frontera, pero en una Europa decimonónica donde aún las tendencias iban a remolque, resulta extraño pensar que una patata frita belga se replicase en los hogares americanos.
Ni había Twitter ni Instagram, ni tampoco había Directo al Paladar, así que sostener que los estadounidenses convirtiesen motu proprio las patatas en francesas necesitaba una explicación mejor y más bélica.
La Gran Guerra y un legado en en el petate
Europa, 1917. Las trincheras suturan la parte occidental del Viejo Continente una vez que Rusia, escorada en el este y fuera de la contienda tras la Revolución Rusa, propicia que el tablero se vuelque hacia el oeste.
Francia se convierte en el gran escenario bélico entre la Triple Entente (Francia, Reino Unido y Rusia —hasta 1917—) el Eje (Austria, Alemania y, hasta 1915, Italia), y con ello también Países Bajos y Bélgica. Empieza así el goteo de soldados estadounidenses, que entra de forma decidida en la guerra tres años después de iniciarse.
De los apenas 15.000 desplegados en 1917, la cantidad se multiplica hasta superar el millón en 1918. Camino arriba, camino abajo, el francés se convierte en la lengua común con la que el ejército belga, en inferioridad de efectivos, se ve obligado a comunicarse para facilitar el entendimiento.
Aquí entran nuestras queridas frites y patatas fritas. El contacto de estadounidenses —los cuales no podíamos pretender que en 1917 manejasen o entendiesen las diferencias culturales, lingüísticas y geográficas europeas— convierte, idioma francés mediante, todo el Frente Occidental en 'Francia'.
A medida que se expanden, las tropas estadounidenses van conociendo a esta peculiar forma de freír en grasa animal estas patatas cortadas en bastones. Opuestas al concepto chips ya establecido, se necesita un bautismo para esta nueva forma de comer patatas.
Así se populariza el concepto french fries, que será el nombre con el que vuelvan al Nuevo Mundo en la memoria de los soldados que regresan a casa y con el que, años más tarde, tanto el fast food como la cultura popular difundirían el mensaje: las patatas fritas son francesas.
Imágenes | iStock / Library of Congress
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