Hablar de una boda en los años 80 —y bien entrados los años 90— significaba un banquete con todas las letras donde la mayor parte de la velada transcurría sentados. Luego se bailaba y se bebía, y se volvía a bailar, y luego se volvía a beber y se dejaba de bailar, pero una boda española no se basaba en los crueles preceptos del formato cóctel.
Esos que obligan a estar de pie hasta que se pasa al salón, donde se despachan un par de platos con celeridad, mientras tienes que ingeniártelas para comer platillos de bocado al mismo tiempo que sujetas la copa de turno.
Pues allí, en esos aquelarres ochenteros de esa España transitiva donde los salones de boda hacían su agosto, había un pilar fundamental y frío, pero a todas luces innecesario, que servía para ganar tiempo, refrescar y, según siempre nos contaron, para mejorar la digestión. Y la trampa está, como es habitual en los menús españoles, porque el sorbete acababa llevando leche o nata, es decir, nada de lo que debiera haber sido su origen inicial donde sólo debía ser hielo y zumo de frutos y, como máximo, siropes o miel.
Como si aquel impávido sorbete, generalmente el sorbete de limón al cava, fuera a obrar milagros entre una sopa, el entrecot y el pescado —amén del gambicidio que hubiéramos cometido antes—. También eran tiempos del cóctel de gambas o de haber popularizado el melón con jamón como entrante, en un terrible mundo donde el jamón estaba más salado que una aguadilla en el Mar Muerto y el melón poca oposición podía poner, como si se tratase del punching ball de aquellos jamones resalados y, siguiendo con el símil geográfico, más secos que el desierto del Sáhara.
Allí, entre la marabunta, brillaban copas heladas de sorbete como una aduana gastronómica que pretendía poner límites a los primeros platos antes de que nos arrollasen los principales. En la sombra, la carne y el pescado aguardaban para dar la estocada mortal a una digestión que iba a durar casi tanto como la luna de miel de los novios.
Con la misión de refrescar el festín, el sorbete aparecía y ahora, cuando podemos tirar de revisionismo histórico y gastronómico, nos cabe preguntar por qué. Es lo que se pregunta Carlos Casillas, el jovencísimo chef y propietario del restaurante Barro, en Ávila, que pone en un mapa michelinable a la capital abulense que hizo patria a costa de chuletones (en Ávila, pero no de Ávila) y de contundentes tapas.
"Era un pase que no tenía sentido porque tenía muchísimo azúcar por el helado y luego además tenía alcohol, aunque fuera cava, pero tenía alcohol. No es un elemento que ayude a hacer la digestión", indicaba. Y no le falta razón, pero crecimos con la mentira de que todo lo fresco, sólo por fresco, significa refrescante y digestivo.
Como es evidente, nada más lejos de la realidad. Por eso, no extraña que Casillas haya decidido abrir la veda en Barro con un sorbete distinto, valiéndose de las hortalizas de temporada y que en verano elabora como una crema fresca de tallos de calabacín, un gel acidulado de tomate, mostaza encurtida y finas láminas de calabacín mini con limón verde.
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"Nuestra versión del sorbete se aleja de los tradicionales que encontrábamos en eventos el siglo pasado que tenían un carácter mas empalagoso", comenta el chef, persiguiendo desde el nuevo sorbete un efecto contrario: "unos minutos de placer, de descanso con sabores suaves y vigorizantes dentro del menú".
Imágenes | Barro / iStock
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