Hay tantos pistos manchegos como casas donde se elabora. Más allá de la receta de aprovechamiento de los productos de la huerta, la alta cocina de Castilla-La Mancha ha reivindicado esta tradicional receta, muy versátil y que funciona igual de bien como entrante, como primero o como una guarnición para todo tipo de platos.
La base es, evidentemente, el tomate, único elemento insustituible de la mezcla, al que suelen secundar el ajo, la cebolla, el pimiento y el calabacín. Algunas opciones prescinden de elementos, otras lo añaden, pudiendo ser elegidas para tal fin las calabazas o las berenjenas.
Extendido por toda la geografía española, el pisto también tiene familia fuera de nuestras fronteras con primos cercanos como podrían ser el ratatouille y el bohemienne francés o la siciliana caponata, y dentro de nuestro país guarda similitud con el tumbet o la sanfaina.
Además, allí donde hay una huerta podríamos decir que hay un pisto. Por eso no es patrimonio exclusivamente manchega esta receta, ya que encontramos también versiones riojanas, navarras, murcianas, bilbaínas o el denominado pisto primigenio, que solo se elabora con tomate y pimiento.
Al final, la diferenciación está en poner unos u otros ingredientes y en cómo cambian las cantidades y variedades. Por ejemplo, los pistos del norte de España suelen tener menos tomate y más cebolla y calabacín, siendo también más jugosos, y los manchegos, andaluces y murcianos son más atomatados y suelen ser, por regla general, algo más secos.
De los manchegos hablamos hoy con tres chefs para que nos cuenten sus secretos.
El pisto de Teresa Gutiérrez, del restaurante Azafrán
Sin ajo, denso y con un ingrediente secreto, así es el pisto que la chef de Villarobledo sirve en Azafrán (galardonado con un sol Repsol) y que utiliza para acompañar a un torrezno y una yema de huevo. Un plato para no dejar de mojar pan.
"No uso ajo en el sofrito, sino que dejo caramelizar bien la cebolla y luego añado el tomate pera, sin pelar pero troceado", explica. La cebolla también la pica mucho y cuando ha cogido color y está bien cocinada, agrega el tomate.
"No hace falta añadir azúcar porque el dulzor de la cebolla lo equilibra. Luego dejamos durante dos o tres horas cocinando el tomate a fuego bajo, para que reduzca", cuenta. El resultado es un pisto espeso que tritura en el robot de cocina o con la batidora de mano (por eso no importa añadir el tomate con piel), y que luego tamiza.
"Antes de meterlo en la Thermomix, añado un diente de ajo crudo a la mezcla. No me gusta hacer el sofrito con el ajo, porque le da demasiado sabor, igual que el pimiento", asegura.
Cuando esta parte está lista, entran en acción el resto de protagonistas, que en su caso podríamos decir que fríe. "En una cazuela honda pongo calabacín y calabaza picados en pequeños cuadraditos, encendida pero sin agua ni nada, sólo para que tenga algo de temperatura y en otra cazuela caliento aceite de oliva hasta llegar a unos 170º", explica.
"Cuando llega a ese punto, vierto despacio el aceite sobre la otra cazuela y así frío durante unos cinco minutos los cuadraditos.", prosigue. El resultado, nos ilustra, "es un calabacín y una calabaza que tienen un poquito del sabor del aceite, que hace una película en torno a ellos, y que mantienen la textura de la hortaliza", asevera.
Una vez fritos, los retira con una espumadera y los deja enfriar en una bandeja de horno bien separados, para que no se sigan cocinando, y los añade a la crema de pisto que ha hecho anteriormente. De esta forma permite que el calabacín y la calabaza mantengan su textura, un punto crujiente y no pasen desapercibidos como si se guisaran en el sofrito.
El pisto de Miguel Carretero, del restaurante Santerra
Oriundo de Pedro Muñoz (Ciudad Real), Miguel Carretero ejerce en Madrid en el restaurante Santerra (donde dispone de una barra informal y también de un gastronómico) y en Neotaberna Santerra (en la calle Ponzano). Su cocina, que él califica de monte bajo, es un alegato al producto, a la caza y a cierta herencia manchega, aunque su restaurante no es como tal una propuesta castellano-manchega.
En su caso sirve el pisto con huevo poché y sardina ahumada, aportando ésta un matiz que se consolida con esos toques de humo con el resto de ingredientes. "Quemo una cabeza de ajos entera en el fuego de la cocina, que luego pelo y trituro hasta tener una pasta. De ella saco los matices ahumados que le damos al pisto", comenta.
Ese toque también se potencia con el aceite que usa, al que le da un extra de fuerza. "Sofreímos ligeramente jamón y chorizo asturiano [famosos por ese humo] y luego los retiramos, dejando parte del aroma en el aceite", comenta. Ambos matices dan ese sabor a brasa y leña habitual de los pistos pastoriles.
En ese aceite cocina las hortalizas, empezando por la cebolla -que no deja coger color o caramelizar- y por el pimiento (verde), que están picados en cubos pequeños de un centímetro por un centímetro. Luego añade el tomate y la pasta de ajo, dejando reducir durante más de cuatro horas.
"Es un pisto muy seco y espeso", comenta, donde solo agrega el calabacín al final de la cocción. "A fuego muy bajo, una media hora, porque si le das más tiempo se deshace y queremos que mantenga la mordida", explica.
El resultado es otro de esos pistos que comeríamos a todas horas y que encuentra en el huevo poché y en la sardina ahumada dos compañeros de viaje espléndidos.
El pisto del restaurante Raff, de José Ignacio Herráiz
Tras pasar por cocinas de los cinco continentes y por El Bulli, este cocinero autodidacta pero con un legado familiar marcado por fogones y cazuelas volvió a su Cuenca natal en 2006, donde abrió Raff como barra.
En 2017, con esa misma marca (rebautizada como Raff San Pedro) pero evolucionada a una apuesta por la cocina de proximidad y abandonando lo que él llama "japonesadas", retomó los orígenes con platos muy identificativos del terruño.
Uno de ellos es el pisto, del que nos desvela sus trucos junto a Miguel Escutia, su jefe de cocina. "Picamos la cebolla en brunoise y la fondeamos en una cazuela parisién [de mucho fondo, también llamada gazpachera] con aceite de oliva, que coja un poco de color pero que se deshaga. No queremos que se caramelice", cuentan a unísono.
"Después se añade nuestra salsa de tomate frito, que hacemos en casa y que también hemos corregido previamente en su cocción de sal y azúcar", aseguran. En la parisién mezclan cebolla y tomate hasta compotar juntos, rectificando de sal y azúcar si es necesario para corregir acidez.
Esta tarea implica varias horas, al menos de una y media para la cebolla y al menos otro par para la salsa de tomate. "Cuando está compotada, añadimos pimiento rojo pelado, que picamos en trocitos de medio centímetro, y que tenemos pochando a fuego bajo con el compotado durante una media hora", explican.
Como remate, pican muy menudo tanto el calabacín como el pimiento verde (el calabacín solo carne y piel, evitando las semillas interiores) y lo fríen apenas medio minuto en aceite de oliva muy caliente. "Así conserva el crunchy pero también el color y el sabor", explican.
Cuando está listo, emplatan el pisto (siempre sin ajo) con ese toque diferencial del pimiento verde ("se asemeja a una fruta", comentan) y del calabacín, siendo un pisto distinto en el que hay diferentes texturas y que en su caso acompañan de lascas de bacalao fresco al punto, que termina de cocinarse ligeramente con el propio pisto.
Imágenes | Restaurante Azafrán / Restaurante Santerra / Restaurante Raff
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