Comprar un sencillo yogur natural: aventura en el supermercado

Mi padre puede ser un exagerado en muchos aspectos, y si ha tenido un día duro de trabajo suele volver muy irritante ante cualquier nimiedad - como nos ocurre a todos -. Estas circunstancias se multiplican a la hora de hacer la compra, pues se desespera en los espacios llenos de gente, pero hay un tema en el que le tengo que dar la razón: comprar un sencillo yogur natural puede convertirse en toda una aventura en el supermercado.

De entrada, comprar un yogur no parece tal odisea. Pero cuando uno se detiene ante esos kilométricos expositores de "Yogures y otros lácteos", con decenas de variedades diferentes, empiezan los problemas. Es tal la cantidad de posibilidades que el menos avezado puede sentirse perdido e incluso mareado, incapaz de saber qué elegir y por qué. Con bífidus, desnatados, con calcio, cremosos, griegos, con fruta, con fruta sin trozos, con cereales, enriquecidos, de soja, azucarados, edulcorados... por no hablar de los diferentes sabores, una lista interminable que no deja de crecer con algunas propuestas que rozan el absurdo.

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En mi familia siempre hemos sido grandes consumidores de yogures, tanto por la parte española como por la parte suiza. Hasta donde alcanza mi memoria tengo recuerdos de mi madre dándonos a mi hermano y a mí un yogur de postre o como parte de la merienda, y de mi padre añadiéndoselo a sus cereales o a los copos de avena. Eran yogures con sabor a yogur, ni siquiera azucarados, un simple yogur natural.

Cuando fuimos creciendo, en algún momento comenzaron a llegar a casa los primeros yogures de sabores, aquellos packs clásicos de fresa, macedonia, limón, coco, plátano e incluso naranja, un sabor que misteriosamente desapareció del mercado. Hace muchos años que no tomo un yogur de aquellos, y seguro que su receta ha evolucionado, pero recuerdo perfectamente el regusto de la supuesta fresa o de la confusa macedonia, que en realidad poco o nada tenían que ver con el auténtico sabor de la fruta.

No lo puedo asegurar con certeza ya que por entonces no me planteaba estas cuestiones, pero estoy segura de que en aquellos años no existían prácticamente más tipos de yogur, salvo algunos postres lácteos como las natillas o el mítico yogur de chocolate. Algo me dice que sucedía lo mismo que en el mercado de las patatas fritas y aperitivos similares, cuyas variedades también se han multiplicado en los últimos años con nuevos sabores que intentan hacerse un hueco.

Pero fuera de España nos llevaban mucha ventaja en el mercado de la alimentación. Y es que en nuestros habituales viajes a Suiza recuerdo quedarme fascinada por la cantidad de sabores distintos de yogur que se podían encontrar en sus supermercados, con frutas de todo tipo. Fue allí cuando olvidé el típico rechazo de los niños a los yogures "con trozos" y descubrí que la fruta natural es un añadido fantástico en este producto lácteo.

En algún momento indeterminado empezó en nuestro país el boom de las variedades y sabores de yogures. Recuerdo algunos intentos extraños de ciertas marcas por ofrecer modelos muy novedosos que atrajeran sobre todo a los niños, como el más que dudoso yogur de chicle o el de sabor a cola; por suerte, no duraron mucho en el mercado. Reconozco que por mi casa pasaron muchos sabores diferentes, pues se unía la glotonería de mi hermano con mi pasión por probar cualquier alimento nuevo que se me presentase.

Y es que reconozco que siempre me han atraído los sabores diferentes, es una especie de fascinación y curiosidad por conocer ingredientes, productos e ideas nuevas de los fabricantes. Suelo decir que soy algo friki en ese sentido, como demuestra mi afición a pasearme por los supermercados de otros países cuando salgo de viaje. Pero en el fondo, aunque me guste probar cosas diferentes, soy muy tradicional para mis consumiciones diarias y normalmente me quedo con los sabores de siempre.

Claro que eso de "sabores de siempre" empieza a ser una utopía. Los fabricantes han cambiado tanto los productos originales, sacando novedades y retirando variedades del mercado constantemente, que es algo difícil mantener fidelidad a un producto concreto. Renovarse o morir, que dirán, pero a veces para el consumidor tanto cambio es mareante y frustrante. Por no hablar de cuando simplemente cambian el diseño de los envases, o aún peor, rebautizan los productos con nombres ridículos en sus estrategias de marketing.

Yo me decanto cada vez más por comprar yogures más artesanos, que por suerte cada vez se encuentran más fácilmente en todo tipo de comercios. Producciones locales ligadas a tradiciones familiares que elaboran producciones más limitadas, y que suelen apostar por el sabor más natural de este lácteo. Y últimamente he recuperado la costumbre de mi madre de elaborarlos en casa, y así puedo añadirles yo misma los sabores y frutas que más me apetezcan en cada ocasión. Porque, a pesar de todo, me encanta el yogur.

Por eso mi padre se desespera ante los lineales de postres lácteos. "Sólo quiero un yogur normal, con sabor a yogur y textura de yogur, ¿es tan difícil? ¿Es que ya no existen?". Para una persona que no hace la compra todos los días, que necesita gafas para ver bien de cerca y que pertenece a una generación en la que la vida del consumidor era más sencilla, comprar un simple yogur natural puede ser toda una aventura.

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