Las mejores radiografías de los usos y costumbres españoles se hacen en las playas. Evolución o involución, esa es la cuestión, pero acercarse durante el verano a cualquier parte del litoral patrio es la opción ideal para sacar una panorámica de cómo hemos ido cambiando.
Hemos pasado así de ir en tropel familiar a lugares saturados, aunque aún se sigue haciendo, con toda la casa a cuestas (sombrilla, nevera, tumbonas, palas, toallas...) a imbuirnos de un espíritu descubridor y perseguir calas desiertas, llevar poco más que los bolsillos llenos y sacar a Instagram a pasear.
Del Benidorm desarrollista y de la búsqueda de las suecas a lo López Vázquez llegamos al siglo de las luces -y las sombras- de las redes sociales, de las recomendaciones digitales y de los movimientos esquivos con todo aquello que tuviera que ver con el pasado.
Bajo ese prisma, las playas mediterráneas se han llenado así durante décadas de un fenómeno tan español como la siesta o el flamenco: la cultura de chiringuito.
Con sus más y sus menos, sus terrazas llenas de arena, sus radios distorsionadas en una FM cualquiera, la sangría y la cerveza como vehículos líquidos conectores, sus freidoras echando humo y con las comandas a voz en grito, el chiringuito ha sido el ansiado El Dorado del viajero durante décadas.
Sin embargo, el siglo XXI tiene otras opciones para el Chiringuito Paco (o Manolo, o Pepe, o ponga aquí el nombre que desee), que aún pervive y lucha contra pelotazos urbanísticos -de los que también fue parte- en primera línea de playa donde a los camareros se les llama "jefe" o "niño" y donde las palabras reserva o dress code no entran en el diccionario.
Del tinto de verano y los chopitos al champán y las ostras
Da igual donde soltásemos a nuestro querido Rodríguez, desde la Costa Brava catalana hasta la Costa de la Luz andaluza, incluyendo ambos archipiélagos (pues ni Canarias ni Baleares quedan exentas), solo con las playas de la cornisa cantábrica algo más libres de estos frágiles puestos, donde el cañizo y los cárteles de helados actúan como parapetos, ya que allí el clima no favorece la raíz de esta costumbre.
Así, pescado, algunas recetas a la plancha, una buena dosis de fritura -no siempre elegante-, bañadores mojados, sillas de plástico, música a todo trapo y cerveza fría se convertían en el plan libre de pretensiones con el que desfogarse cuando nos movíamos de la toalla, buscando una sombra y una pequeña parcela de calma.
Pocas ambiciones, precio accesible (generalmente) y trato cercano en una hostelería sin ínfulas pero con prisas en las que muchos hemos crecido y que ahora, cuando ya somos más europeos y teóricamente civilizados, repudiamos como símbolo de un pasado que no debe volver.
La cosa cambia ya en las recomendaciones chiringuiteras patrias. Las tumbonas de plástico y cojines raídos por el sol empiezan a dar paso a camas balinesas de 2x2 metros con dosel; los camareros lucen uniformes corporativos dejando atrás la librea habitual de camisa blanca y pantalón negro; las radios de batalla ya no existen, sustituidas por listas de Spotify y por disc jockeys profesionales...
Todo ello en un batiburrillo de acentos y de propuestas gastrofestivas que poco tienen en común con los tiempos pasados y donde ahora incluso existen propuestas de autor, firmadas por chefs de renombre, cuando antes el cocinero del chiringuito permanecía en el más absoluto anonimato.
Ahora hay chiringuitos en los que no se puede entrar con bañador -ya no digamos un bañador mojado-, donde la arena de la playa ya no es bien recibida cuando cruza la puerta, dejando atrás al clásico terrazo y sucumbiendo a un azulejado de moda y a una decoración digna de salir en una revista.
Allí la cosa ha cambiado. Los chiringuitos se han convertido en prémium y gourmet, ambos sinónimos de pijo, donde también las cartas y costumbres culinarias han cambiado. Hemos aparcado así la sangría y el tinto de verano por cartas de vinos (generalmente onerosas) y hemos encontrado menús que ya no se apuntan en una pizarra con las seis sugerencias del día, sino que se suceden en siete páginas de PDF con un reparto marino que haría palidecer a La Sirenita.
De los calamares, los chopitos y las asequibles sardinas hemos dado paso al caviar, a las otras y a la langosta (para los que puedan pagarlo), sembrando de recelo y cierta envidia las redes sociales cuando nos damos el capricho de tirar de mojito de lujo y comida en la propia cama, como si fuera una bacanal romana en la que es más importante contar donde estás que el simple hecho de estar.
Desde Valdevaqueros a Marbella; de Sotogrande a Aguamarga; de Dénia a Formentera; de Cullera a Cadaqués y de Puerto de la Cruz a Maspalomas... España se ha convertido en primer mundo turístico y los Chiringuitos Paco solo sobrevivirán en un darwinismo hostelero si cumplen con el bueno, bonito o barato.
Eso, o evolucionan hacia Paco's Beach Club, dan la patada al casette, a las tumbonas duras y a la freidora y lo cambian por sonido envolvente, camas privadas y por Moët & Chandon en vez de sus tintos con gaseosa.
Imágenes | iStock
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