No es ningún secreto que la torrija no es mi dulce favorito. Mi hastío personal no llega al nivel de la tarta de queso medio cruda -por favor, basta-, pero cada Semana Santa tengo que hacer de tripas corazón y aceptar que, pasado el Carnaval, se desata la pasión torrejil de este país.
Que no se me entienda mal; no odio las torrijas. De hecho, me traen muy buenos recuerdos de mis primeros pinitos en la cocina y del cariño con el que las preparaba mi abuela para todos sus nietos, con un dominio de la técnica que parecía magia ante mis pipiolos ojos de niña golosa. Mi abuela, la que para mí siempre será la mejor cocinera del mundo y que por desgracia nos dejó huérfanos demasiado pronto.
Esos recuerdos algo idealizados representan parte del motivo por el cual aborrezco las torrijas en esta época, que también tiene que ver con la sobresaturación. De un tiempo a esta parte, la torrija se ha puesto de moda, algo que, bien mirado, carece de mucho sentido en una elaboración tan antigua, humilde y popular.
La maldición de las modas
Rechazar las torrijas porque sean tendencia no es simple postureo contracorriente. Sí es cierto cansinismo a tener que soportar el enésimo recopilatorio de las supuestas mejores, las más originales, las más "auténticas" o las más "gourmet". A esas discusiones vacías debatiendo cómo debe ser la mejor torrija o si están más buenas con almíbar, azúcar o con miel. Al último desvarío del chef de moda con su toque "brutal".
En DAP entonamos el mea culpa por colaborar a esta indigestión torrejil, pero no se puede siempre nadar contracorriente, al menos no si se quiere sobrevivir en esta jungla de los medios digitales. Por algún motivo, hay platos muy nuestros que siempre atraen clics y se convierten en virales, como las croquetas, la paella o la tortilla de patatas. Y en Semana Santa las torrijas roban todo el protagonismo.
El problema de las modas no es tanto la saturación como la depravación que se comete** con ellas. Entiendo que hay que aprovechar el tirón y destacar no es fácil, pero basta ya de torrijas pretendidamente modernas con ingredientes ridículos que no aportan absolutamente nada. Solo suben el precio y ocultan, muchas veces, un producto mediocre y una técnica mal entendida.
Además, las torrijas de sabores más exóticos no se han inventado ahora. Ya en el siglo XIX se prodigaban las versiones con coco, almendra, chocolate o yema. Nadie como la clase media decimonónica para presumir de refinamiento con recetas recargadas. Pero quizá no hacía falta inventar la torrija de espirulina o té matcha. Y llegamos a otro problema, la fusión de modas. La hemos convertido en un postre mutante que absorbe lo más bajo de las tendencias actuales (dietas fit, superalimentos, trufa negra...) o, peor, fusionándose con otros postres.
Pueden estar buenas, pero dejan de ser torrijas. Pierden ese encanto de convertir el pan viejo en un bocado goloso sin más pretensiones que hacernos un poco más felices. Esa magia de la cocina de la abuela que comentaba al principio. Una torrija que cuesta siete, ocho o hasta doce euros y se sirve con una quenelle de helado, caramelizada con soplete o con salsa de mole picante, ya no es la torrija que despierta nostalgias. Pasa a ser un postre de ricos.
Los otros dulces de Semana Santa
Mi último gran pero respecto a la torrija de Semana Santa es que ha acaparado casi todo el protagonismo de estas fiestas, dejando cada vez más de lado esas especialidades regionales que puede ser tan o más ricas. Dulcerías que incluso pertenecen más a estas fiestas que la torrija, cuyo origen, recordemos, no está en absoluto ligado a la Pascua. Que se convirtiera en un bocado perfecto para la Cuaresma y la abstincencia fue pura conveniencia.
Monas de Pascua, toñas, panquemaos, rollos y rosquillas, pestiños, la mítica receta de Karlos Arguiñano de arroz con leche, esponjosos buñuelos de Cuaresma, típicos rubiols, tiernos bollos, leche frita, crespells, alpisteras, las típicas hojuelas, borrachuelos, flores, tortas, bizcochos, gachas, barquillos... el recetario tradicional asociado a estas fiestas es tan amplio y variado que puede competir incluso con el navideño. No dejemos que la torrija fagocite todo.
Permitirse algún capricho dulce en estas fiestas señaladas no va a destrozar la dieta de nadie, siempre que sea, como el turrón, en porciones moderadas y sin ponerse hasta arriba cada día desde que se abre la veda cuaresmal. Dejar de lado otras tentaciones como las mencionadas porque nos empachamos con torrijas saturadas de aceite, azúcar y demás acompañamientos, sería una lástima.
Las torrijas también son para el verano
Yo tardé en asociar las torrijas a la conmemoración de la pasión de Cristo. Mi madre sí recuerda que mi abuela preparase torrijas en Semana Santa -era muy de seguir las tradiciones-, pero también las hacía todo el año, como en tantos otros lugares, cuando quería dar un capricho a mi abuelo o a sus nietos. En mi memoria, las Pascuas de mi infancia están llenas de monas, huevos y conejos de chocolate, y los primeros paparajotes.
Mi abuela perdió demasiado pronto la capacidad de cocinar y ya nadie las elaboraba en casa. Pasaron años hasta que volví a probar una torrija, y ni me acordaba de ellas. Hasta que una tarde de verano, en el campo, varios primos nos encontramos con que el pan para hacer los bocadillos estaba demasiado duro y seco.
No sé quién sugirió hacer torrijas pero nos pareció un plan de lo más divertido; lo pusimos todo perdido y me llevé mi primera quemadura, pero aquella golosa merienda-cena se convirtió en tradición de verano y nos supo a gloria. Y no hacía falta que fuera Sema Santa.
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