El otoño es una estación un tanto extraña. Lo concebimos más como una etapa de transición entre el verano y el invierno, pero no tiene el protagonismo de la primavera, tan apreciada por la llegada del buen tiempo. Está marcado por una cierta melancolía, pues supone el fin de las vacaciones, la vuelta a la rutina, y encima nos trae frío y menos horas de luz solar. Sin embargo, el otoño se convirtió desde hace tiempo en mi época favorita, en gran parte gracias a la comida los recuerdos que despierta de mi infancia.
Cuando eres niño es fácil odiar al otoño. Se acabaron los días de jugar a todas horas, de piscina y playa, y hay que volver al colegio. Nos obligan a ir con pesada ropa de abrigo y apenas podemos jugar en la calle por el mal tiempo. Pero cuando te conviertes en adulto te das cuenta de la cantidad de buenos recuerdos que guardas precisamente de esa estación tan infravalorada, y, al menos en mi caso, muchos están asociados a los sabores y olores de las comidas de otoño.
De pequeña pasaba todo el verano en la casa de campo de mis padres, y todavía me escapo allí unos días cuando puedo. Al mismo tiempo que los días se hacían más cortos, las higueras de la familia nos regalaban sus maravillosos frutos, mientras que mi padre comenzaba a traer los primeros racimos de uvas. Nos despedíamos de melones, sandías y melocotones, pero sin darnos cuenta nuevos frutos iban llenando la despensa.
A medida que avanzaba el mes de octubre, trayendo consigo temperaturas más frías, nuevos aromas y colores iban adueñándose de la cocina, combinando las dos culturas de mi familia, la murciana y la suiza. La gran variedad de manzanas y peras nos regalaba compotas especiadas y jugosos asados, pero también dulces pasteles y strudels cargados de canela y nuez moscada. Y cómo olvidar aquel maravilloso aroma que inundaba toda la casa cuando mi madre se dedicaba con tesón a preparar decenas de botes de dulce de membrillo.
Qué reconfortante era llegar al hogar cuando el frío exterior te había congelado hasta los huesos, pues nos esperaban humeantes platos de sopas, caldos y guisos cocinados con mimo a fuego lento durante horas. Si ese día además había caído lluvia, sabías que te esperaba un nutritivo plato de migas, como manda la tradición en la huerta de Murcia. Puede que fuera comida de pobres, pero las migas son de esas recetas tradicionales que te llenan de nostalgia con sólo captar su aroma.
Recuerdo que gracias a la televisión ya sabíamos lo que era Halloween, pero esta fiesta anglosajona todavía no tenía tanta presencia como ahora. Cuando se acercaba el mes de noviembre lo que llenaba escaparates de pastelerías y puestos por las calles eran dulces clásicos como los buñuelos de viento y huesos de santo, pero también productos tradicionales murcianos como el dulce arrope y calabazate.
Si hay que destacar un olor característico del otoño, creo que muchos coincidieremos en señalar el de las castañas asadas. Qué placer supone hacer un alto en el camino cuando el frío aprieta por la calle, para comprar un cálido cucurucho de cartón lleno de las deliciosas castañas recién asadas. No sólo alimentan sino que además reconfortan, y parece que saben mucho mejor si se comparten con alguien especial.
Junto a las castañas no me puedo olvidar del resto de la gama de frutos secos, que aunque disponibles todo el año parece que pertenecen más a estos meses de temperaturas frías. Dátiles, ciruelas y uvas pasas, orejones de albaricoque, nueces y almendras, dan forma a muchos dulces de la época pero también enriquecen con su poder nutritivo muchos guisos y asados.
Otro producto otoñal cuyo aroma todavía se puede encontrar por las calles es el del boniato asado. Yo no puedo evitar acordarme de mi abuelo cuando me encuentro con boniatos en el mercado, y es que fue él quien me descubrió el dulce manjar de este extraño vegetal de color naranja. Cuando hoy en día preparo unos boniatos en el horno, su fuerte aroma llena de nostalgia mi cocina, aunque el sabor no se puede comparar a cuando los asábamos sobre la lumbre de su casa en la huerta.
Desde pequeña he sido una apasionada de la fruta, pero aunque me apenaba tener que decir adiós a melocotones y nectarinas, el disgusto duraba poco pues pronto se llenaba la casa de nuevos aromas frutales. Naranjas y mandarinas se unían a otros frutos como el caqui, la granada o las distintas variedades de uva que siempre regalaban a mi padre. Racimos que parecían poco apetitosos a la vista, pero que desataban una explosión de dulce sabor una vez en la boca. No siempre la fruta más bonita es la más sabrosa.
En cualquier caso, yo siempre he tenido debilidad por los cítricos. El olor de los jugos de la primera mandarina de temporada, que te mancha los dedos al pelarla casi con ansia, siempre me despierta miles de recuerdos. Y tengo una debilidad especial, degustarlas junto a frutos secos, especialmente nueces, costumbre que me viene por la parte suiza de la familia. Y es que allí se mantiene la tradición de celebrar a principios de diciembre el día de San Nicolás, cuando el santo regala a los niños mandarinas, nueces y galletas.
Cuando se acerca el último mes del año ya está la Navidad en el ambiente, con todos sus aromas especiados y sus típicos dulces que nos asaltan en todos los comercios. A medida que avanza diciembre nos vamos despidiendo del otoño, esa estación que parece ser un mero puente entre el verano y las celebraciones navideñas. Pero para mí es la mejor época del año, aunque sea algo melancólica. Y es que la cocina otoñal está llena de aromas y sabores que cada año me trasladan de nuevo a mi infancia, regalándome buenos - y sabrosos - recuerdos.
Fotos | MarilynJane, avlxyz, procsilas, Vegan Feast, En Directo al Paladar | Manzanas en otoño: diferentes variedades y consejos para utilizarlas en la cocina En Directo al Paladar | Cinco casas rurales con las que disfrutar de la gastronomía este otoño