¿Cuáles son las comidas o cenas más memorables que recuerdas? ¿Puedes visualizar el menú, los aromas y sabores? Probablemente la comida en sí no sea lo más importante de esas imágenes que todos tenemos grabadas en la memoria. Porque lo mejor que puede pasar mientras comemos es aquello de lo que no nos damos cuenta, son esos detalles cotidianos que compartimos cada día y que realmente dan valor a una comida o cena en casa.
Cuando era niña me encantaba ir de invitada a casa de una amiga, porque me daba cuenta de lo diferentes que podían ser las comidas familiares. El menú podría ser el mismo, pero la experiencia totalmente distinta. Otras costumbres, otra vajilla, otras manías, otra cotidianidad. Sentarse a la mesa de otro hogar tiene algo muy personal e íntimo, y a veces no nos percatamos de los recuerdos que vamos atesorando en esas comidas compartidas.
Comer en casa, todo un ritual
Hay muchos tipos diferentes de familias. Algunas se parecen más que otras, pero todas tienen sus propias costumbres, su microcosmos particular. Los ritmos de vida nos llevan a seguir caminos diferentes, pero al final el núcleo familiar se reúne siempre alrededor de la mesa. Sin darnos cuenta creamos nuestros propios rituales que nos identifican, esos que aprendemos de niños, que evolucionan y que les pasamos a nuestros hijos al formar nuestro propio hogar.
En mi familia siempre ha empezado todo por el desayuno. Todas las mañanas olían en casa al café recién hecho de mi madre, a la leche con cacao de los niños y a esas deliciosas tostadas con miel que nunca más me han sabido igual. Mi padre siempre tenía que marcharse muy temprano, pero los días de fiesta madrugaba para traer algo especial de la panadería y desayunábamos todos juntos, preparando lo que nos iba a deparar esa jornada. Y nunca podía perdonar su pomelo fresco.
Hablando de festivos, era imperdonable el aperitivo. Sabíamos que se acercaba la hora de comer con el ruido de la bolsa de patatas y las cervezas al abrirse. Servidas en copas altas, de las buenas, por supuesto. Era el momento de relajarse con el periódico mientras mi madre terminaba uno de sus arroces o de sus fantásticos asados. Por cierto, en mi casa sabías que tocaba pollo asado si en la mesa había un desfile de mermeladas y compotas de frutas. Herencia suiza, supongo.
Poner la mesa también tiene su ritual. Si hay niños se le suele encargar que ayuden, a veces con alguna que otra pequeña pelea de hermanos de por medio. Cada miembro de la familia tiene su sitio, y se respeta sin discusión. Hora de comer, mientras mamá sirve los platos papá abre el vino y corta el pan, y los niños sacan la botella de agua o, si son afortunados ese día, algún refresco. Es curioso, en mi casa tuvimos durante muchos, muchos años siempre la misma botella rellenable, de esas antiguas, como de pueblo.
¿Y quién quita la mesa? Más rituales. Con un poco de suerte, todos ayudan. Claro que a veces la sobremesa se extiende, y se extiende... y sin darte cuenta, son las cinco de la tarde. Son esos días relajados, sin prisas, en los que la conversación se ha convertido en la verdadera protagonista de la comida o de la cena, no hay ganas de recoger ni de terminar la velada. Aunque hay quien no aguanta ver la vajilla sucia y las sobras por la mesa, como mi madre o mi abuela, que si te descuidabas te quitaba el tenedor de la mano para recoger cuanto antes.
Hay algo melancólico en recoger la mesa. Después de todo el esfuerzo, quedan los restos desordenados y los comensales ya se han levantado, el comedor está solitario. Pero más que restos son el testimonio del momento que acabamos de compartir, en el que todos han dejado su huella: los guisantes que el niño no pudo terminarse, el plato casi impoluto de quien ha mojado pan hasta hartarse o esas sobras que harán un bocadillo estupendo. Y es un momento de tranquilidad, sobre todo para los padres que ya han acostado a los pequeños y ahora comparten en soledad una tarea cotidiana, pero íntima, tras el barullo de la comida.
Esos pequeños detalles que nos hacen únicos
Todos tenemos nuestras manías, aunque algunos no nos demos cuenta. Hay quien prefiere tomar la ensalada de primero y quien la prefiere de acompañamiento durante toda la comida, los que la aliñan en la ensaladera o los que no soportan vinagretas de ningún tipo. Mi padre, por ejemplo, siempre acompaña la pasta con queso con puré de manzana – de nuevo, cosas de suizos -, y mi madre no concibe un buen arroz sin su limón partido al lado.
Cada mesa tiene sus detalles. El mantel de esos que no se manchan en la casa llena de niños, el de tela herencia de familia para las ocasiones especiales, el pan en la panera o en la bolsa de tela con el día de la semana bordado a mano, la vajilla sufrida con todos los platos marcados por golpes, un vaso favorito, la aceitera que sobrevivirá varias generaciones, los platos de duralex ámbar o verde de casa de la abuela, ese cuchillo que ya no corta pero que nadie se decide a tirar...
Los hay de costumbres fijas, como los que terminan sí o sí una comida con un yogur, mejor si son de esos de cristal y estropean la siesta prematura de los demás al rebañar hasta el fondo con la cucharilla. Mi abuelo, por ejemplo, siempre se tomaba una naranja o unas mandarinas tras finalizar su plato. Recogidas por él mismo de los árboles de su huerto, y siempre peladas a mano. Otros no perdonan el café, y allí hay otro mundo de costumbres que marcan la diferencia. ¿Sólo, cortado, con leche, con azúcar? ¿Cafetera italiana, de filtro o automática? ¿O quizá prefieres una infusión?
¿Se está perdiendo el valor de sentarse a la mesa?
Hasta bien entrada mi adolescencia nunca se comió en mi casa con la televisión puesta. Por supuesto, mi hermano y yo protestamos muchas veces, pero ahora me da algo de pena comprobar cómo en la gran mayoría de hogares la tele tiene que estar encendida sí o sí a la hora de comer. Se sigue charlando en la mesa pero en el fondo no es lo mismo.
Cuántas conversaciones hemos tenido alrededor de la mesa, con comidas que ya no recordamos pero compartiendo confidencias determinantes en nuestra vida. Los niños contando lo que han hecho en el cole, buenas y malas noticias del trabajo, decisiones para el futuro, amores y desamores o secretos que salen a la luz. O, simplemente, conversaciones cotidianas, de nuestro día a día, porque el momento de sentarse a la mesa es cuando muchas familias se pueden reunir de verdad, tras el trajín de los quehaceres diarios. En la comida o, más frecuentemente, en la cena.
¿Se está perdiendo esa costumbre? ¿Ya no se le da tanto valor a las comidas familiares? ¿Son un engorro más que un disfrute? Los niños crecen, los horarios laborales cambian, cada uno se prepara cualquier cosa y se la come delante del ordenador, tableta o móvil; para qué sacar el mantel y la vajilla completa si sólo tenemos diez minutos para comer o por qué montar la mesa del comedor si todos prefieren coger una bandeja delante de la televisión.
Sería una pena perder del todo la costumbre de comer en familia, o con amigos, alrededor de la mesa. En esa cotidianidad común, en los pequeños gestos y detalles es donde realmente compartimos mucho más que una comida. Son momentos, imágenes y sensaciones que van forjando nuestra identidad y nuestra relación con los demás. Todos recordamos con nostalgia, por ejemplo, la paella de la abuela de los domingos, pero todo el mérito no era sólo de lo bien que le salía el arroz.
¿Y vosotros, qué recuerdos tenéis en torno a las comidas en la mesa?
Imágenes | Didriks, Pixabay
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