Es un clásico de muchas familias que se prepara en un santiamén, con dos variantes deliciosas y pocos ingredientes
Los platos que más bordaba mi abuela eran su arroz con costillejas, unas humildes habichuelas y su potaje de garbanzos, pero cuando se quedaba en casa cuidando de los nietos lo que siempre, siempre nos preparaba eran sus celebradísimas empanadillas.
No tuve la suerte de tener tiempo de aprender sus secretos y recetas de primera mano, pero me quedan los sabores y aromas de su cocina grabados a fuego en la memoria. Y si me pongo nostálgica, o simplemente se me antoja disfrutar con esos sabores familiares, no tengo más que recrear este clásico de mi infancia en casa.
Si mis traicioneros recuerdos no me fallan, ella hacía la masa casera, pero hoy en día merece la pena usar obleas de empanadilla comerciales para ahorrarnos el paso más tedioso en una preparación que es de lo más simple y rápida. Y me gusta hacer las dos versiones que recuerdo, para satisfacer a todos los paladares, las típicas empanadillas de atún, tomate y huevo, y también las facilísimas empanadas de jamón y queso.
Para hacer las primeras solo tenemos que combinar buen atún de lata, mejor si es en aceite de oliva -aunque en escabeche queda muy rico también- y salsa de tomate casera o, en su defecto, tomate frito, con huevo cocido troceado. Las segundas son aún más simples: jamón cocido y queso fundente.
Si hay niños en casa nos pueden ayudar a darles forma y después no hay más que freírlas en pocos minutos, o bien cocinarlas en la freidora de aire o incluso al horno. Aunque si no son fritas, con su masa dorada, súper crujiente y llena de burbujitas, no saben igual. Al menos, no como las de mi abuela.
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