El que fuera aficionado al programa Top Chef, un talent culinario que se emitió en Antena 3 hace unos años, puede que aún tenga en la memoria el nombre de Manu Núñez.
Gallego de pro y, por entonces, chef del restaurante Arume, este compostelano que ha pasado por restaurantes con estrella Michelin como Casa Solla, ahora es uno de los reyes de la más pura cocina catalana, pero sin ser él nada de eso.
La demostración cotidiana, tras haber revolucionado la ciudad condal desde Besta, llega con Batea, donde el marisco es el protagonista en un espacio en el que coctelería y barra se se sintetizan también para demostrar la cercanía entre lo gallego y lo catalán.
Conocedor de ambos mundos, Batea es uno de esos restaurantes estimulantes de la escena barcelonesa, que tiene como protagonista a un gallego que pone en marcha algo tan catalán como los mar y montaña junto a su socio Carles Ramón.
Conocer y conocerse
Contemplada como una marisquería del siglo XXI, un concepto donde ahondaremos más adelante, Batea se basa en el mercado y en no disfrazar el producto, pero sí en saber aderezarlo para hacerlo más interesante.
El desfile permite que los bivalvos sean reyes de una carta con la que Núñez y su equipo se sienten cómodos, dando pie a que además se descubran nuevas formas de consumir pescado y que comparten escena con elementos ya más conocidos.
Da pie así a que aparezca, por ejemplo, el carneiro —también llamado concha fina— o a esa devoción del gallego por el mejillón, que ensarta en una gilda única donde incrustan la carne que ellos mismos escabechan.
Esta primera parte es lo que más purista se podría, dentro de ciertos cánones, considerar, pues la disrupción (siempre con sentido) se pone en danza con platos que nunca antes se habían visto que ponen en marcha el trinomio formado por Manu Núñez y Carles Ramón (la pata catalana y ambos en cocina), junto a Marta Morales al frente de la sala.
Empanadillas frías y cocidos gallegos en ravioli
A partir de ahí empieza un baile que resulta estimulante, fácil de comer, fácil de compartir y, sobre todo, innovador. Con una potencia de mar y montaña que sorprende, Batea es el mejor ejemplo de cómo se puede hablar un mismo idioma culinario con culturas gastronómico que, aparentemente, están lejos.
Almejas a la marinera especiada o unos langostinos de Vinaroz con agua de lourdes que invitan a pringar pan son parte de esa apuesta por el producto con un toque más allá.
Sin embargo, es el baile de mar y montaña lo que Batea convierte en la oda catalanista con un acento gallego ineludible. Entregarse al mix es tentador y sabroso.
Cambiante con la temporada y casi con la semana, hay platos que son efímeros en Batea pero que dan pie a entender lo que aquí pasa. La empanadilla fría de maíz con bonito guisado es uno de ellos o la tortilla de Betanzos con puntillas fritas, capaces de sorprender al más pintado.
Es el caso del ravioli relleno de cocido gallego —cuyos ingredientes provienen del restaurante La Molinera, en Lalín—, de las albóndigas de chuleta con choquitos o de una semiconserva de bonito, solo en salpresa, que es otra de esas reivindicaciones del respeto al pescado y que en Batea manejan como en pocos lugares.
Imágenes | Batea
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