Aperturismo ma non troppo. Eso es lo que están pensando en algunos de los lugares más turistificados de Italia, que un año más están viendo cómo determinadas ciudades y lugares de su país se convierten en una atracción para viajeros y, de paso, dejan fuera de la ecuación las costumbres de sus habitantes.
Es lo que ha pasado en las últimas semanas desde Cinque Terre, esa idílica postal cercana a La Spezia, en el Mar de Liguria (en la costa noroccidental del país) y que con sus casas marineras de colores se ha convertido en un imán turístico ante el que los vecinos empiezan a decir basta.
Así se plasma en un reportaje de The Guardian, recopilando testimonios de lugareños en los pueblos de Monterosso, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore, que conforman ese pequeño paraíso transalpino que desde tiempos inmemoriales se conoce como Cinque Terre y que va desde Punta Mesco hasta Punta di Montenero.
No es la primera vez que Italia se enfrenta a algo así. De hecho, Venecia es la primera ciudad que oficialmente cobra una entrada para entrar en ella. Es cierto que es una medida temporal, dependiendo de la estación, y está por ver si fructificará, pero como explicaban desde Xataka, es algo que el consistorio veneciano ha tenido en cuenta.
No es tampoco la primera zona que se plantea que, quizás, el turismo no sea tan gran invento. Tal y como aquellas películas del tardofranquismo mostraban con la España de las suecas y de José Luis López Vázquez, quizás se haya malinterpretado la forma de viajar y ahora, masificación mediante, se haya convertido en un problema.
No es una cuestión menor. En Cinque Terre apenas hay censados 3.500 habitantes, pero anualmente reciben hasta cuatro millones de visitantes. Esto ha convertido los tranquilos pueblos marineros de la costa liguria en una especie de parque de atracciones donde los principales damnificados son sus vecinos.
"La gente mayor como yo solíamos echarnos una siesta sobre las cuatro de la tarde", explicaba un local a The Guardian. "Ahora no se puede hacer porque hay voces constantes y maletas arrastradas por las calles… No oímos ya el sonido del mar", lamentaba.
A las quejas se suman, como es evidente, las autoridades locales, que según explica The Guardian están también enfrentadas con ciertas administraciones públicas de más tamaño, como las regionales. Insisten, según el reportaje, en que "no son antituristas", aunque instan a poner algún freno.
"Cinque Terre es mucho más que una postal", advierte Marina Mangano, presidenta de una asociación local de turismo que aboga por preservar el patrimonio cultural y natural de la zona. "Sin conservación no habrá más Cinque Terre", lamenta.
Lo que es evidente es que Cinque Terre es solo una punta de iceberg al borde de un colapso del que otras ciudades y regiones también dan testimonio. Pensar en España obliga a llevar la mente a lugares como Benidorm, a la Costa del Sol, a determinadas parajes baleares, a las Islas Canarias o a pequeños pueblos del Cantábrico que ven cómo el turismo altera también su forma de vida y que, aunque lo parezca, no es tan rentable como pretende ser.
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