Encontrar grandes restaurantes dentro de grandes hoteles ya es una constante en nuestro país. Atrás ha quedado el perpetuo miedo a atravesar las puertas de un hotel para algo más que alojarse.
Es el caso del Gran Meliá Sancti Petri, el cinco estrellas de la cadena mallorquina en Chiclana de la Frontera y decano de la zona, que sirve de cobijo al restaurante Alevante, la segunda propuesta de alta cocina del chef gaditano Ángel León.
Reputado por ser el Chef del Mar, León tiene en el cercano El Puerto de Santa María, su centro principal de operaciones con Aponiente (tres estrellas Michelin y donde hace labores de I+D), enfocando toda su carta en torno a lo que el mar ofrece.
De esta forma, León ha puesto en la picota ya no sólo pescados menos conocidos, sino incluso ingredientes que no se podían considerar gastronómicos, como es el plancton, o recurrir al pescado para creaciones tan originales como sus embutidos marinos.
Parte de esa propuesta es la que replica en Alevante, uno de los principales atractivos gastronómicos de la cadena Meliá, que también cuenta con los Hermanos Torres en el restaurante Dos Cielos (en Gran Meliá Palacio de los Duques, en el centro de Madrid).
La forma 'asequible' de acercarse a la alta cocina de Ángel León
Inaugurado en 2016, Alevante abrió con la idea de replicar grandes éxitos y platos clásicos de Aponiente, alcanzando su estrella Michelin en 2018, generada también por el fuerte magnetismo de León y en las quinielas de alcanzar su segunda estrella más pronto que tarde,
Fiel a ese espíritu y a algunos platos que lo han erigido en referente, Alevante es una buena forma de aproximarse a la alta cocina marina del chef portuense pero sin tener que reservar en Aponiente (no es tan fácil) y sin afrontar el ticket medio de la casa madre (el menú corto son 175€).
Disponible sólo en horario de cena, Alevante propone dos menús degustación que comparten la mayoría de platos. Por un lado, el menú 'corto', llamado Selección (que es el que nosotros disfrutamos) con 14 pasos y el 'largo', llamado Gran Menú, de 16 pasos.
La diferencia sin maridaje (opcionales siempre) entre ambos es de 20 euros, así que recomiendo el menú corto en el caso de que no seáis grandes comilones porque el largo es exactamente igual pero añade dos platos principales más (el botillo de atún rojo de almadraba y el tapaculo a la sal viva).
En este caso, si os interesa especialmente la experiencia León, es una buena apuesta porque la técnica de la sal viva es una de las novedades que el chef presentó en Madrid Fusión 2019 y es realmente curiosa de ver en mesa.
Otro de los atractivos de la propuesta, más allá de lo comestible, está en lo bebible (70 euros el maridaje Gran Menú y 55 euros el maridaje Selección) porque ya no sólo hablamos de la relevancia de los vinos de Jerez, sino de auténticas rarezas.
También conviene recordar que se trata de un restaurante donde el eje central es el producto marino (pescados, algas y mariscos) por lo que los alérgicos o las personas a las que no les apasione el pescado no son el cliente potencial, aunque en estos últimos creo que deberían intentarlo.
Háblame del mar, cocinero
Pescados poco frecuentes, toques muy salinos y, sobre todo, presentaciones que sacan de lo cotidiano al producto son las señas más distintivas de Alevante -y de la cocina del propio Ángel León. Además, hay una mayoría de platos fríos, no siendo lo más habitual en una cocina Michelin.
En el caso de Alevante, las mayores dosis de creatividad se concentran en la primera parte del menú, en torno a los aperitivos, siendo más purista la segunda parte del menú.
Es el caso del agua de ostión con caviar, un auténtico bocado marino que ya prepara al comensal sobre lo que va a descubrir. Muy rico y muy untuosa esa forma de tratar al ostión gaditano (ostras) en un buen aperitivo que sirve como preludio.
A ello le secundaba otro de los estandartes de León, presente en Aponiente, como es la tortillita de camarones -que se marca a la plancha, no friéndose- por lo que muy ligera, para mí, otro de los platos de la noche: el bombón cremoso de sardinas de barril. Un plato muy conseguido, fiel al sabor de esa sardina en conserva y vestido elegantemente en la sutileza del bombón. Una reivindicación de que la alta cocina no tiene por qué significa ingredientes exóticos o rematadamente caros.
El tercer paso de esta aventura lo conformaba el primer plato caliente, muy intenso pero fino como es el guiso de sopón de chirlas a la marinera, al que acompañaba una velouté muy ligera de plancton. Otro plato de bocado que reconfortaba y hermanaba con el mar.
Estos tres pasos se maridaban por recomendación de Juan Carlos Hernández, sumiller de Alevante, con un espumoso gaditano como Toto Barbadillo, un coupage de palomino fino -la clásica uva del Marco de Jerez- con chardonnay y elaboración bajo el método champenoise.
Todo este conjunto, a pesar de su salinidad, sólo era una prueba del in crescendo en intensidad marina que el menú busca. Así llegó el cuarto plato, también buscando ese contraste entre lo salino y las texturas que no asociamos al mar, como es el caso del flan salado de huevas de lisa, cuyo caramelo es una reducción de salsa de soja y que se matiza con unos puntitos de chantilly y vainilla. Interesante, sobre todo, por dignificar las huevas de pescado más allá de las salazones, de las conservas y de la clásica plancha.
El quinto plato, aún en el terreno de los aperitivos, lo conformaba la denominada matanza marina (famosa también en Aponiente) y que es una selección de embutidos marinos como son la butifarra de lubina, cebolla caramelizada y manzanilla de Sanlúcar, la sobrasada de caballa y la mortadela de dorada.
Quizá ya no sorprendan tanto porque se ha hablado mucho de estos platos pero siempre es un reencuentro que no deja de ser curioso. Las texturas, perfectamente logradas, son uno de los grandes atractivos del pase, que se secundaba con pan y el aceite de oliva con plancton que el chef elabora junto a Castillo de Canena.
En mi caso, la que más me conquistó fue la sobrasada, posiblemente por ese perfil graso que la caballa aporta y que resulta tan agradable, aunque el aspecto de la mortadela está tan conseguido que a nadie le importaría poder encontrarla en la charcutería.
A ellos les acompañaba otro vino de la tierra, como es el Caberrubia de Luis Pérez, un fino muy largo y con cuerpo, que levanta aún más las notas marinas de la comida a la que acompaña. Demostración de que los finos pueden ser vinos muy gastronómicos si se les da la oportunidad.
Más allá del aperitivo
Es el caso del gazpacho de zanahoria y boquerones en vinagre, que homenajea a la zanahoria encominá típica de la zona. El plato se salía de la dinámica salina, lo cual puede ser un respiro porque refrescaba el paladar y cambiaba el registro de las papilas gustativas, acercándose más a lo ácido pero sin ser un plato remarcable.
Sirvió como preámbulo de, en mi opinión, uno de los mejores platos de la noche, aunque reconocible pero sorpresivo, como era la caballa ahumada sobre emulsión de jalapeños y acompañada de cucamelón.
El primero es la dignidad que alcanza la caballa cuando se la da el trato que merece. En este caso, sutil el ahumado y muy jugosa la carne, a la que la frescura del jalapeño -no picante- y el curioso y refrescante cucamelón le venía de perlas.
Vino precedida por otro plato divertido como es el ajoverde con cañaíllas, pintado con plancton, que multiplicaba el toque salino, y cebollita encurtida. Fue un buen plato pero pagó el peaje entre su antecesor y su predecesor, otro de los platazos de la noche, que daba pie.
A ellos los acompañó otra rareza enológica de Bodega Vinifícate, de los Hermanos Gómez Lucas, que se han propuesto revitalizar las uvas autóctonas del Marco. En este caso, se trataba de un vino sin etiqueta a base de uva palomino fino que se dejó criar seis meses en un bidón de plástico alimenticio. El plástico no da ningún tipo de sabor, respetando a la uva, pero particularmente el vino no me pareció elogiable.
La fase caliente
Es el caso del parfait de cañaíllas, que se bañaba en un consomé de su interior junto a la cebolla, el ajo y el armagnac se ensamblan a la perfección. Tradición culinaria en cada cucharada pero dando nueva vida a las cañaíllas. Salinidad y fondo se retroalimentaban así en un plato de los que te podrías comer una decena.
Además, fue el momento de recibir al vino más ilustre de la noche. Tanto es así que sólo hay 50 botellas de él y no salen de allí (quizá sólo, comentó Juan Carlos, "alguna podría ir a Aponiente").
Bautizado por él mismo -igual que la 'etiqueta'- como La Influencia, este fino se guardó en barricas que almacenaron amontillado durante más de 150 años. El resultado es un fino fresquísimo y limpio pero con la profundidad aromática que el reposo del amontillado da. Un 10 de vino que no tendría precio fuera de la hostelería.
Con semejante caballo ganador se encauzaba la última parte del menú, quizá la que menos se identifica con la cocina de Ángel León porque tiene toques más puristas y clásicos, quizá no tan rompedores. Algo que se echa de menos cuando del que hablamos es de Ángel León.
Sabrosos pero sin tener esa personalidad tan definida, se encontraba un buen calamar de potera con guanciale de cazón, emulando a una carbonara. Como digo, el sabor era exquisito y el trato a ambos productos majestuoso pero sufría por venir detrás del parfait de cañailla y por no ser algo tan innovador.
El remate salado se produjo con otro homenaje a la tierra, una esencia de puntillitas, que rinde tributo a los chocos a la cochambrosa propios de Puerto Real. En este caso las notas yodadas se palían con unos tirabeques de navazo, muy agradable el conjunto en textura, tanto por el tirabeque como por la puntilla.
No todo es sal
Siempre que uno acude a un restaurante de Ángel León se pregunta si los postres serán salados y no siempre tienes la certeza de que vayan a ser dulces.
En este caso sí lo fueron, que suponen un alivio y un refresco para el menú. Si bien no son especialmente innovadores, sí son un buen colofón para un homenaje gastronómico que está a la altura de lo que León ofrece y la mejor forma de acercarse a su cocina.
Junto a él, la reconversión de la pastela árabe pero presentada en forma de helado de almendra, donde también se saborea el cilantro y la canela, y al que iba de maravilla el último vino de la noche: el Tintilla de Callejuela, un vino dulce pero no goloso, que mantiene la frescura de una ligera maceración carbónica y que no empalaga, todo un descubrimiento para los que buscan ese tipo de vinos.
Qué pedir: sólo hay dos menús pero para vivir la experiencia completa recomendamos el Gran Menú y el maridaje.
Datos prácticos. Dónde: Hotel Meliá Sancti Petri, Calle Amílcar Barca, s/n. (Chiclana de la Frontera, Cádiz). Precio medio: 115€ el Menú Selección y 135€ el Gran Menú (maridajes a 55€ y 70€, ambos opcionales). Horario: Noches de lunes a domingo durante la temporada del hotel de 19:30h a 22:00h.
Imágenes | Jaime de las Heras y Gran Meliá Sancti Petri
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