Renacimiento, queso, historia y naturaleza: este pueblo de Extremadura es la escapada primaveral perfecta para esta temporada

Engaña Trujillo, capital de la comarca homónima, cuando a lo lejos destapa una silueta desde la A-5. El viajero se deja engatusar por su skyline, sobre una loma, donde el aspecto medieval parece vestir la ciudad en único tono.

Sin embargo, la realidad trujillana, que ha sido capaz de embelesar a National Geographic como destino predilecto del mes de mayo, es mucho más que una historia medieval, capítulo —uno más— de este libro de historia extremeño a poco más de dos horas de Madrid.

Trujillo es piedra, es leyenda y es conquista. También es un territorio predilecto para el queso, engalanado a primeros de mayo en la Feria del Queso, donde Extremadura se cita dándose tortas (de La Serena y del Casar), pero también de los quesos de los cercanos Ibores.

Monumental, inquebrantable y orgullosa, Trujillo es la patria chica de Francisco Pizarro, cuya estatua ecuestre domina la no menos monumental Plaza Mayor. También de otro Francisco, de Orellana en este caso, el otro gran nombre adscrito al pasado conquistador de la ciudad.

Ese espíritu perdura hoy en el legado de Trujillo, que vivió un particular boom económico y social cuando sus hijos cruzaron el Atlántico. Con las alforjas llenas, Trujillo vibró renacentista, erigiendo palacios, iglesias, conventos y condecorando a aquellos aventureros que se echaron a la Mar Océana.

La Toscana extremeña

Piedra sobre piedra, Trujillo ya construía su historia medieval con retazos musulmanes, como la antigua alcazaba. De Reconquista a Conquista, la capital comarcal fue creciendo en la Baja Edad Media, siendo sólo el preámbulo de un albor renacentista que no tardaría en llegar.

Fueron las bolsas repletas de oro americano las que construyeron el nuevo Trujillo ya en el siglo XVI. De esa fecha es la plaza mayor, quizá junto al castillo y la iglesia de San Martín de Tours en los vértices arquitectónicos del triángulo más demandado de Trujillo.

Sin embargo, no se debe uno tampoco perder la presencia de la Iglesia de Santa María la Mayor o ir levantando la cabeza mientras se encarama sobre sus empinadas calles, buscando blasones en prácticamente cada puerta.

Palacios como los de Marqueses de la Conquista —saludado en la plaza mayor—, el de los Orellana-Pizarro, el del Marquesado de Piedras Albas, el de San Carlos o el de Juan Pizarro Aragón son sólo una muestra de la veintena larga de palacios o casas-palacio que Trujillo alberga, varios de ellos en ese epicentro histórico como también pasa con el palacio de los Chaves-Cárdenas.

Mucho más que una plaza

Uno de los peores errores que se puede cometer en Trujillo es simplemente acercarse a por la panorámica de la plaza mayor e irse. Fuera de ella, el tiempo vuelve a detenerse y salpica el casco antiguo, de empedrado relieve, en una cornucopia de edificaciones donde el aspecto románico, gótico y renacentista confluye.

Milagros como el Alcazarejo de los Altamirano sorprende así atrapado en un trozo del lienzo de la muralla trujillana, igual que los numerosos arcos que jalonan y aportillan el casco antiguo, testigo de aquella fortificación musulmana del siglo X que luego defendería a los atacantes cristianos.

Fiel a ese carácter medieval de bastión defensivo, Trujillo sorprende al viajero como si fueran diferentes estratos de distintas eras. El ascenso a la parte alta del pueblo deja pinceladas medievales, como sucede con la Puerta del Triunfo o la Puerta de Santiago y sus arcos de medio punto, acceso a esa Trujillo que ya busca sumergirse en el primero milenio después de Cristo.

Un ascenso merecido

El Tourmalet que Trujillo marca no es un rompepiernas como en una etapa de montaña, pero sí exige coger resuello si no estamos acostumbrados a caminar. Por fortuna, allí donde se gire la cabeza se va a encontrar paredes empedradas con siglos de historia en un pueblo cuya alcazaba es ahora sólo testigo de un sanguinolento pasado.

Coronando con sus ocho torres todo el despliegue de la comarca, la posición privilegiada del castillo de Trujillo hace que desde aquí se vean los cuatro puntos cardinales de una región que invita al verde cuando miramos al norte y al oeste.

Las siluetas norteñas de los últimos remates de la Sierra de Gredos despuntan. Como también los compases del cercano Parque Nacional de Monfragüe, a apenas 45 kilómetros de Trujillo, o al son occidental de Cáceres, a una distancia similar.

Allí, con sus almenas y su construcción a dos tiempos entre lo musulmán y lo cristiano, Trujillo despierta desde la Torre del Homenaje y su treintena de metros para saludar desde una ciudad que conquista desde tiempos inmemoriales.

Imágenes | iStock

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