Tomar un helado no siempre ha sido una actividad tan lúdica, instagrameable y friendly como en la actualidad; de hecho, hubo una época en la que era nada más y nada menos que mortal.
Esto es, en la era victoriana, allá en los años finales del siglo XIX, cuando la ingesta de este delicioso y dulzón tentempié se convirtió en un deporte de riesgo.
Inicialmente, los helados eran una comida al alcance de muy pocos, pero enseguida se popularizaron en las calles de Londres, que se llenaron de carritos de vendedores ambulantes con helados de sabores, tan estrambóticos, como el de alcachofa.
En estos puestos, los helados se vendían en una especie de conos o tarrinas de cristal, en las que eran directamente lamidos por la clientela, al no existir toda la industria de plástico de la actualidad y sus cucharitas.
Esos vasos de cristal se llamaban Penny Liks y se caracterizaban por el hecho de lamerse directamente por parte de una clientela que después los retornaba al punto de venta.
Pues bien, esa forma de comer los helados fue una manera maravillosa de transmitir gran cantidad de virus, especialmente entre los más pequeños.
Lavado en el Támesis
Se sumó a aquella situación el hecho de que los vasos se lavaban (cuando se lavaban, porque en muchas ocasiones no se hacía) con agua del río Támesis; es decir, directamente con agua que podría ser el equivalente a las alcantarillas de hoy en día, con desechos procedentes de toda la city.
Aquello no hizo, sino agravar aún más la situación y convirtió a los helados en un producto de riesgo por la cantidad de virus y bacterias que podía tener en sus márgenes.
Finalmente, los envases Penny Lick fueron prohibidos en Londres en 1898 para evitar plagas de cólera y tuberculosis, entre las más importantes.
Esto fue lo que llevó a inventar la tarrina de helado, patentada en Nueva York en 1903 por Italo Marchioni.
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