Todavía somos muchos quienes no hemos terminado de asimilar que David Lynch, uno de los mayores artistas de la historia del cine, falleció el pasado 16 de enero. Ayer mismo hubiera cumplido 79 años, y entre el luto que ha dejado entre los seguidores y apasionados de su obra y persona, también cabe lugar para la celebración de un genio que, como dicen nuestros compañeros de Espinof, redefinió el lenguaje cinematográfico con un marcado sello único cuya influencia va más allá de la gran pantalla. Y en ese genio desbordante tenía mucho que ver su dieta diaria.
Porque Lynch era también un tipo peculiar con unas ideas muy claras que además dejó una profunda huella positiva en todos los que trabajaron con él, contagiando con su encanto particular a todos los que le conocieron. Nunca quiso explicar ninguna de sus fascinantes y perturbadoras obras, pero nos ha dejado gran cantidad de material con entrevistas, declaraciones y reflexiones sobre su carrera y su vida, material que ahora muchos fans están recuperando y con el que podemos conocer un poco mejor al artista detrás de la cámara.
Y resulta que Lynch era un animal de costumbres. Detrás de su desbordante creatividad, de su capacidad por crear un lenguaje propio con un estilo visual único para llevarnos por lugares tan hipnóticos como perturbadores, el cineasta mantenía un día a día de lo más rutinario en su vida cotidiana. Una rutina en la que la comida jugaba su papel para mantenerle, en cierta manera, en orden.
Lo contó en varias entrevistas concedidas a lo largo de su prolífica carrera, siendo una de las más viralizadas la que enlazamos aquí, donde demuestra tener un gran sentido del humor, además de esa simpatía sincera y ese magnetismo tan peculiar con el que era tan fácil empatizar. Era un genio, pero con los pies en la tierra, y no tenía extravagancias a la hora de comer.
Para almorzar solía comer tomates, atún, queso feta y aceite de oliva -lo que podría ser tanto una ensalada como el relleno perfecto para un sándwich, bocadillo o tosta-, y para cenar, que suele ser la comida principal en la dieta anglosajona, piezas pequeñas de pollo con brócoli y salsa de soja.
Admite entre las risas con el presentador que come lo mismo todos los días, salvo cuando viaja, porque “está bastante bueno”, pero también porque dice necesitar ese hábito en una rutina diaria. “Cuando hay algún tipo de orden en tu rutina diaria, tu mente es libre de ir mentalmente a cualquier parte”, continúa en la entrevista, “tienes una especie de base segura y un lugar del que partir”.
Para Lynch, esa rutina en las comidas, esa estabilidad, era clave en su proceso creativo: “cuanto más puro es el ambiente, más fantástico puede ser el mundo interior”.
Confirmaba también esa cierta obsesión en las rutinas alimentarias en un reportaje de la revista Marie Claire, aunque introducía algunas variantes en su menú, porque afirma tener “fases”. Así, a Lynch le gustaba empezar el día solo con un capuccino, y no comía nada más hasta el almuerzo, confirmando su afición por la mezcla de atún, tomate, feta y aceite de oliva, añadiendo además vinagre. Antes de eso, confesaba, le dio por almorzar atún con queso cottage sobre hojas de lechuga, “pero me cansé a los tres meses”. Y confiesa que se pasó siete años comiendo lo mismo, un batido de chocolate Bob's Big Boy y café a las dos y media de la tarde.
Y para cenar, en aquella época le gustaba hacerlo con su pareja junto al fuego, variando entre un puñado de pocas opciones: queso cottage, manzana y queso cheddar, o pollo con espárragos o brócoli.
“Bebo vino tinto y a lo mejor me fumo un puro cubano. Tengo un montón de otros vicios, pero no quiero entrar en detalles”.
Imágenes | Wikimedia Commons/Gabriel Marchi - Sasha Kargaltsev
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