Cuando se acercan fiestas como carnaval o Semana Santa, son muchas las recetas de frituras tradicionales que reclaman su protagonismo, como los dulces de sartén. Yo me he dado cuenta de que es la única época del año en la que se prepara algún frito en mi casa; me paso la vida sin freír y no lo echamos de menos.
No es que haya declarado la guerra a los fritos. Es algo inconsciente que, creo, me viene de familia. Ahora me llama la atención que mi madre tampoco hacía frituras, mientras que en casas ajenas eran habituales la merluza rebozada, las patatas fritas o los filetes empanados. Hoy los fritos tienen mala fama y también se merecen cierta reivindicación, aunque sean una excepción en mi cocina.
Nuestra cocina más popular y casera tiene una fuerte tradición de frituras, tanto dulces como saladas. Muchos fritos parece que trasladan al hogar, a esa cocina de abuelas y madres, aunque también se ha pervertido un poco con la expansión de los ultraprocesados y platos preparados. En muchos locales de hostelería recurren a los congelados para llenar su oferta y raro es el menú infantil sin fritos en la carta.
Rechazar los fritos en nuestra cocina tiene sus ventajas y desventajas. Esa mala prensa que comentaba al principio viene motivada, sobre todo, por temas de dietas y la obsesión por lo saludable, aunque una buena fritura también puede tener cabida dentro de un estilo de vida sano.
Una infancia sin fritos en casa
Yo vivía muy feliz en mi inocencia infantil aislada de las tendencias culinarias. Cuando empecé a descubrir el apasionante mundo de la gastronomía se abrió ante mí un mundo nuevo incluso sin tener que viajar a sabores lejanos, ya que la cocina tradicional, en mi casa, siempre ha sido algo particular.
Ahora, con el auge de Internet y las redes sociales, me siento un poco ajena al éxtasis generalizado que nos inunda cuando llega época de buñuelos, rosquillas, leche frita o torrijas. En la ciudad de Murcia no se celebran carnavales y nosotros festejábamos la Semana Santa al estilo suizo, pintando huevos y comiendo conejos de chocolate. Nada de dulces de sartén.
Y confieso que tengo un pequeño trauma infantil: mi madre nunca nos hizo croquetas. He crecido sin las "croquetas de mamá", no guardo recuerdos de una bechamel melosa y nunca tuve un tupper con croquetas en el congelador. Quizá por eso no suelo participar del entusiasmo generalizado que despierta el mundo croquetil en redes, ni entiendo muy bien las acaloradas discusiones sobre dónde se comen las mejores.
En realidad tengo que puntualizar una excepción: mi abuela materna. Era una fantástica cocinera -¡el mejor arroz con verduras!- y le gustaba mimar mucho a sus nietos a través de los fogones; ella sí nos daba el capricho ocasional de una merienda de torrijas o nos hacía empanadillas fritas, "al estilo de la abuela", pero de verdad.
Lamentablemente, enfermó demasiado pronto y no pude aprender nada de su cocina; solo me quedan algunas imágenes en la memoria, recuerdos fugaces de sabores y aromas que todavía vuelven a día de hoy algo empañados por la nostalgia.
Aunque mi madre puntualiza que tampoco ella era muy dada a freír con frecuencia. "Tu abuela solo freía patatas para hacer tortilla de vez en cuando, pero lo que preparaba sobre todo eran guisos y pucheros", me cuenta. Y cuando no se utilizaba la olla, el horno tomaba el relevo, convirtiendo el asado en el gran protagonista de mi casa.
Plancha, parrilla, horno, olla y cazuela
Ahondando en los porqués de la ausencia de fritos en mi infancia, mi madre le quita importancia al asunto. "No me parecía necesario", insiste, "y ya por entonces se decía que los fritos no eran sanos y que engordaban mucho". Mi padre sí recuerda en su infancia suiza una cazuela con aceite vegetal casi siempre dispuesto sobre los fogones, pero como él no se encargaba de cocinar, nunca tuvo mucho que aportar.
Al no tener costumbre de comer fritos en casa, ni mi hermano ni yo los echábamos de menos. Nunca tuvimos problemas para devorar el pescado, guisado, a la plancha o al horno, y las patatas casi siempre se cocían, se asaban o se servían chafadas y aliñadas. Jamás nos gustó el huevo frito, siempre lo preferíamos en tortilla, y aprendimos a disfrutar mucho más del pollo asado que de nuggets, fingers y sucedáneos.
Mi madre me cuenta la anécdota de mi primer contacto con las berenjenas; en su idea de que no me iban a gustar, las preparó rebozadas y fritas: fracaso absoluto. Cuando un tiempo más tarde me atreví a catarlas de nuevo, esta vez asadas, se abrió un mundo nuevo delante de mis papilas gustativas.
Además hemos tenido la suerte de pasar media vida en la casa del campo familiar, donde el buen clima murciano permite preparar muchas barbacoas y parrillas al aire libre en la que los fritos no tienen ningún sentido.
Por qué no me gusta freír en casa
Tengo que admitir que si no hago más frituras es porque me da una profunda pereza. Solo de pensarlo ya me canso, por no hablar de los rebozados completos con su capa de harina, huevo y pan rallado. Hay que manchar muchos cacharros, usar mucha cantidad de aceite, estar pendiente de la temperatura -no te puedes distraer tanto viendo series al mismo tiempo- y casi siempre se quedan olores que tardar en desaparecer.
Además son poco prácticos porque los fritos más ricos hay que comerlos recién hechos; no se pueden dejar listos completamente con antelación -sí en parte-, y las sobras no son muy agradecidas. Tampoco es mi tarea favorita limpiar el aceite y guardarlo para reciclar cuando ya no se puede reutilizar más.
La cuestión de las calorías también pesa un poco, a pesar de que sé muy bien que una buena fritura no tiene por qué ser muy grasienta. Pero ahí está la clave: hay que hacerla bien. De lo contrario podríamos incluso correr el riesgo de que el aceite forme sustancias tóxicas y grasas trans.
Me molesta más el hecho de que los fritos suelen ser más indigestos, y quienes sufrimos de digestiones delicadas, procuramos evitarlos. No me sientan muy bien, peor aún si van bien cargados de rebozados, que llenan y sacian sin aportar realmente ningún valor nutricional.
Y tampoco me gusta freír o empanar porque me da la impresión de que se echa a perder el buen producto. Sé que no ocurre así en todos los casos, pero yo jamás prepararía con un buen pescado, por ejemplo, algo estilo fish and chips. Rebozar un lenguado o freír el calabacín me parece un crimen.
La cocina sin fritos tiene que quitarse el sambenito de ser sosa, aburrida o "de dieta". Si la materia prima es buena y se prepara bien, un simple salteado puede ser delicioso, y eso incluye al mundo vegetal. La alternativa a la fritura no tiene que ser el hervido o las cocciones excesivas que dejan la comida mustia y sin gracia; solo hay que dominar los tiempos de cada ingrediente.
Siempre defenderé al horno como el mejor aliado culinario, capaz de transformar por completo hasta las verduras más insospechadas y de mil formas diferentes. Es la forma más fácil de cocinar pescado sin llenar la cocina de olores, los vegetales se hacen prácticamente solos y no hay nada como un buen pollo asado. Incluso podemos hacer al horno versiones muy apañadas de las frituras tradicionales, desde patatas fritas a fingers de pollo.
A mi novio sí le encantan los fritos y ha crecido más habituado a ellos, pero lo de cocinar no se le da, por el momento, demasiado bien. Por eso a veces le preparo lo que llamo "seudo-frituras"; por ejemplo un filete pasado por pan rallado y dorado en la plancha con un fondo de aceite, vuelta y vuelta.
En defensa de la buena fritura
Ya dije al principio que no reniego de los fritos y sé disfrutar de ellos como cualquiera, si son de calidad. Cada año preparo algunos dulces de sartén cuando llegan ciertas fiestas y considero que una buena merluza rebozada también puede ser un plato digno de las mejores mesas, me encanta la tempura auténtica, los chopitos frescos y hay croquetas que realmente son boccato di cardinale.
Es fundamental que la materia prima sea buena, pues no habrá rebozado y fritura que arregle a un pescado malo o un pedazo de pollo sin sabor; marinados y adobos pueden dar mucho más sabor y jugosidad. Y ese rebozado tendrá que ir en función del plato en cuestión, ya que no es igual la ligereza crujiente de una tempura que el recubrimiento que pide una croqueta.
El rebozado cumple una función muy importante: proteger al alimento. Cuando se realiza correctamente, se crea una corteza o costra dorada que envuelve a la pieza, la cual se cocina, teóricamente, fuera de la grasa de la fritura. Cuanto más delicado o húmedo sea el ingrediente, necesitará un rebozado más consistente. Las patatas, por ejemplo, no se rebozan ni lo necesitan.
Creemos que freír es fácil pero es frecuente cometer errores que estropean el resultado y perjudican a la calidad nutricional, aumentando las grasas y las calorías. No viene mal repasar algunos consejos básicos para mejorar las frituras en casa, incluyendo las recomendaciones específicas para clavar la fritura de pescado que nos dejó Pakus hace un tiempo.
En mi casa tampoco tenemos ni creo que tengamos jamás freidora de aire. Puestos a freír muy ocasionalmente, prefiero hacer una buena fritura de verdad. Para todo lo demás, horno, plancha y sartén.
Con sus excepciones ocasionales -los buñuelos y las torrijas bien se merecen el esfuerzo-, se puede vivir sin freír y sin sufrir por ello. ¿Es más sano? Depende. ¿Menos sabroso y más aburrido? Eso ya queda a juicio de cada uno.
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