Cualquiera que me conozca, y a pesar que por mi trabajo puede parecer lo contrario, sabe que gastronómicamente hablando no soy nada difícil de complacer. Cuando me siento a un mesa a disfrutar de una comida que no he cocinado yo, depende de donde, “exijo” unas cosas u otras. Si es la mesa de un amigo o familiar, solo necesito que el cocinero este sentado conmigo para poder disfrutar todos juntos, tanto de la comida como de la compañía.
Está claro que la cosa cambia cuando me siento en la mesa de un restaurante, exijo ser atendida con un mínimo de cortesía y rapidez, deseo que los platos estén preparados con materias primas de calidad y espero que la relación calidad precio sea la correcta. Creo que en este apartado en concreto, coincidirán conmigo la mayoría de ustedes, por supuesto me llevo un alegrón impresionante si además son capaces de sorprenderme con algún extra, como por ejemplo, una carta cuidada, una cocina de autor, una técnica inmejorable, una decoración bonita, etc.
A lo largo de mi vida, solo he abandonado la mesa de un restaurante en tres o cuatro ocasiones, pero nunca ha sido una decisión que yo tomara directamente, siempre ha sido acompañando al grupo y siempre con una fuerte sensación de vergüenza y la voz de Pepito Grillo gritándome al oído – eso ha estado muy feo, tendrías que disculparte – y eso hacía con mis gestos, movimientos lentos, mirada de pena, cabeza gacha y un leve – lo siento – susurrado al pasar frente a cualquiera que trabajase, o no, en el restaurante.
Pero ayer fue distinto, yo pregunté al resto de la mesa que si nos íbamos, yo fui la que se levantó con algo de rabia, la que le dijo a la camarera que no íbamos a quedarnos, la que dio los buenos días, la que salió por la puerta con la cabeza alta, la que no se sintió culpable y la que estaba dispuesta a estrangular a Pepito Grillo si le oía tan siquiera respirar.
Esto es todo lo que pasó durante los treinta largos minutos que pasamos en lo que parecía ser un céntrico, conocido y acogedor restaurante de un pueblo que celebraba sus fiestas y estos son los motivos que me impulsaron a abandonar el restaurante.
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A pesar de que el local estaba vacío, acababan de abrir, al preguntar si tendrían una mesa disponible para cuatro personas, nos dijeron que si pero que teníamos que esperar cinco minutos, por supuesto eso hicimos esperar de pie donde nos dijeron, los cinco minutos precisos que el camarero de la barra necesito para contar el cambio de la caja.
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Por supuesto en el transcurso de ese tiempo aparecieron más clientes, el camarero se debió sentir algo desbordado y nos despacho a todos a la vez medio gritando, ustedes en la primera, ustedes en la segunda, ustedes en la grande y usted en la pequeña. Fuimos obedientes de nuevo y nos sentamos en la primera mesa, a pesar que no nos gustaba especialmente ni su situación, ni el olor a tabaco que se notaba en aquella zona.
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Tampoco quisimos tener en cuenta que el resto de mesas eran atendidas antes que la nuestra, a pesar de haber sido los primero en llegar, de hecho llegamos a ver, antes de recibir nuestras cartas, como a la mesa grande y la pequeña llegaban unas preciosas ensaladas.
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Cuando alguien nos acercó nuestras cartas, debió pensar que eramos unos indecisos y considero que necesitaríamos mucho más tiempo del habitual para hacer nuestra selección, nos dejó en la más estricta intimidad y no se preocupó de si necesitábamos o nos apetecía beber alguna cosa mientras tanto.
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Pero la gota que colmó el vaso cayó cuando se acercó a nuestra mesa la persona que parecía nos iba a tomar nota, y nos dijo que lo sentía, pero que se habían equivocado de carta y que hoy tocaba un menú especial de fiesta mayor a veinticinco euros.
Se me abrieron los ojos como platos, no me lo podía creer, ni tan solo miré la carta, dije algo parecido a – esto no es correcto -, pregunte al resto de la mesa si nos marchábamos y salimos todos por la puerta, aguantando miradas de reproche tanto de empleados del local como de algún cliente y notando la mirada de aprobación de los clientes de la mesa número dos que como nosotros también estaban en plan turistas.
No fue una decisión tomada por la diferencia de precio, en fracción de segundo, hice la suma aproximada y teniendo en cuenta el precio de cada uno de los platos que pensábamos pedir, el vino, el agua, los refrescos, el pan, los postres y los impuestos, estoy convencida que hubiese salido más barato aceptar el cambio de carta, que lo incluía todo.
Reconozco que los del restaurante pudieran pensar que no fuimos unos clientes del todo exquisitos, ya que quizás al pasar junto a nosotros escuchasen fragmentos de nuestra conversación y oyesen cosas como – aquí huele a tabaco -, – hace demasiado calor – o – nosotros hemos llegado primero y en esa mesa ya están comiendo -.
Me han surgido muchas preguntas ¿es razonable castigar o querer dar una lección al cliente, cuando es evidente que se empieza a sentir incomodo en el local?, ¿es correcto cambiarle la carta después de haberle dado tiempo, más que suficiente, para decidir que va a comer?, ¿es lógico que a la clientela habitual le sea ofrecido un menú distinto, a distinto precio?, ¿fui demasiado sensible o por el contrario tuve demasiado aguante?
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