Estoy segura de que no soy la única que recurre a las cremas de verduras para cenar varios días a la semana. Es una costumbre heredada de mis padres de la que jamás me canso, tanto con las recetas típicas que aprendí de mi madre, como probando ideas nuevas con toques más exóticos o improvisando.
Sin duda, una de las reinas de los hogares españoles es la crema de calabacín, de la que cada familia tendrá su versión particular, pero destacando una variante extendida por todo el país que a muchos nos recuerda a nuestra infancia. Me refiero a la tipiquísima crema de calabacín con quesitos, ingrediente que siempre ha echado mi madre y que descubrí, no sin sorpresa, que también utilizaba mi suegra.
Los quesitos en sí mismos me resultaban, digámoslo sin tapujos, repulsivos cuando era niña. Habiendo probado queso de verdad, aquella cosa blandurria de sabor indefinible parecía un engaño. Solo podía tolerarlo espachurrado y mezclado con más cosas, pero a palo seco ni loca se me ocurría pedirlo en casa. A mí que me dieran un trozo de brie, gracias.
Jamás he comprado de adulta quesitos por voluntad propia por lo que mis cremas siempre han variado según el queso que hubiera en casa, hasta que probé una receta mucho mejor. La crema de calabacín y garbanzos es una delicia mucho más saludable, nutritiva y deliciosa que cualquier otra que haya probado.
Si no te quieres complicar mucho, simplemente añade un bote grande de garbanzos cocidos escurridos a la olla por cada kilo de calabacines -aproximadamente-, o prueba triturando con las hortalizas varios cucharones de la legumbre, ajustando al gusto el sabor y la textura.
Así tenemos una crema que cunde mucho más para más raciones, que suma proteínas vegetales de calidad a la dieta y que además queda suave, cremosa y reconfortante sin tener que recurrir a seudolácteos o grasas añadidas. Con un toque de curry queda deliciosa.
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