Con la resaca del día de Reyes todavía presente, damos por finalizada una vez más la Navidad. Por fin, dirán muchos, después de tantos días de comilonas, compras, regalos y compromisos varios. Y es que, ciertamente, las fiestas pueden agotar física y mentalmente, y muchos agradecerán la vuelta a la rutina. Sin embargo, yo no puedo evitar coger el calendario y echar un rápido vistazo al próximo mes de diciembre, y es que he disfrutado mucho estos días. Me gusta la Navidad porque en mi familia la hemos amoldado a nuestras propias costumbres, creando una particular mezcla de tradiciones murcianas y suizas.
A pesar de que hay muchas costumbres y tópicos de estas fiestas que, quien más quien menos, todos repetimos, uno de los aspectos que más me gustan de la Navidad es cómo cada familia va desarrollando sus propias tradiciones. El sentido religioso originario de estas fechas se ha ido diluyendo hacia a lo que muchos dirán que es consumismo y excesos. Pero yo soy más positiva y me gusta creer que la Navidad es, antetodo, una época de recuerdos familiares. Y en esas costumbres nunca falta la comida, con sus platos tradicionales y dulces típicos, aromas y sabores cargados de recuerdos.
En Suiza, como en otros países centroeuropeos, la Navidad es sinónimo de galletas, sobre todo si hay niños en la familia. La variedad de recetas suizas para estas fechas es enorme, aunque en cada casa tenemos nuestras favoritas. Mi tía y mi abuela mantienen cada año la tradición de preparar varias hornadas para tener un buen cargamento durante los días festivos, y yo he tenido la suerte de heredar muchas de sus recetas. Me gusta hacer muchas galletas no sólo para endulzar nuestra Navidad, sino también para regalar, por lo que la temporada galletera empieza bien pronto, con el primer domingo de Adviento, y se alarga hasta Nochebuena.
Pero de mi horno no sólo salen galletas suizas, ya que en España tenemos muchos dulces navideños igual de deliciosos. Me gusta preparar especialmente aquellos más típicos de Murcia, como las tortas de Pascua y las de recao, los cordiales o los suspiros de almendra. Mi madre siempre recuerda cuando era niña y todas las mujeres de la familia se reunían en alguna casa para preparar enormes barreños de masas dulces que cocían en el horno del pueblo.
Son recetas que han pasado por vía oral de una generación a otra desde ya ni se sabe, de esas con sus cantidades a ojo y sin tiempos exactos. A pesar de las dificultades para recrearlas con exactitud, muchas de las recetas también las he heredado, y modestamente continúo la tradición en mi pequeña cocina madrileña para llenar de dulces la maleta cuando vuelvo a Murcia por Navidad.
La Nochebuena es una fecha clave en la Navidad, pero mis padres la vivieron de forma muy distinta en sus respectivas infancias. Con media familia en Suiza y la otra media dispersa por la Región de Murcia, para nosotros es una celebración íntima donde cenamos sólo el círculo familiar más cercano, y además es la noche en la que nos damos la mayor parte de los regalos.
Eso sí, es difícil escapar a la costumbre tan murciana de empezar el festejo durante el día con los aperitivos y tapeos por el centro de la ciudad, costumbre que mi padre adelanta a las primeras horas para desayunar chocolate y churros o monas con gente del barrio.
La cena del 24 no nos gusta hacer grandes comilonas o platos complicados. Normalmente preparamos bandejas y surtidos de entremeses variados, apostando por productos locales de buena calidad, como los quesos de cabra murcianos, aceitunas aliñadas caseras, ensalada de tomates y pimientos, embutido y salazones de primera, y algo de marisco fresco que mi madre compra ese mismo día, pero sin grandes lujos excesivos. A pesar de todo, siempre sobra comida, que volvemos a disfrutar sin problemas durante los días siguientes.
El día de Navidad sí que nos reunimos con otros miembros de la familia. Mi madre prepara un plato típico de su infancia, que este año hemos compartido en casa de mi tío en plena huerta murciana y al calor de una buena lumbre. En Murcia es típico el llamado caldo con pelotas, del que cada casa tiene su versión, pero en la familia de mi madre se prepara de toda la vida un guiso humilde pero de lo más reconfortante. Carne de pavo, "pelotas" o albóndigas y patatas, guisadas a fuego lento toda la mañana sobre un fondo de cebolla, ajo y almendra machacada.
Para Nochevieja nos contenemos un poco en cuanto a aperitivos y entremeses para centrar la atención en un plato fuerte que desde hace ya varios años decidimos mi madre y yo. Aunque en otras ocasiones nos decantamos por carnes vestidas de fiesta - pollo relleno o solomillo en hojaldre, por ejemplo - de un tiempo a esta parte nos decantamos siempre más por un buen pescado guisado en alguna suculenta salsa, siendo el rape la estrella de casa.
Y es que hay que dejar hueco al postre de fin de año por excelencia en mi casa: una buena copa de helado. Es la tradición impuesta por mi padre y no la perdona ningún año, grandes bolas de helado de vainilla con nata montada casera y un buen chorretón de chocolate fundido. Y luego las uvas, por supuesto.
El resto de días nuestra Navidad suele transcurrir tranquila, con los compromisos justos y sin caer en demasiados excesos. Personalmente, desde que me marché para vivir en Madrid, me he dado cuenta de lo mucho que se echa de menos no sólo el hogar y la familia, sino también las comidas de tu madre, esos gloriosos platos caseros que no esconden ninguna pretensión, pero que tienen el toque especial que sólo una madre sabe darles. Por eso aprovecho estos días para disfrutar al máximo de comidas cotidianas, guisos caseros y platos del día a día, esos que cuando eres niño y joven no sabes apreciar, pero que tanto se añoran cuando uno está lejos.
Lo que sí nos acompaña durante todas las fiestas son cajas repletas de dulces y una o dos bandejas siempre llenas y dispuestas sobre la mesa del salón, todo un peligro para pecar más de la cuenta al pasar por ellas, y una tentación para las visitas que vienen y van estos días. Galletas suizas y tortas murcianas se entremezclan con nuestro turrón predilecto, "del duro", y con los dulces navideños tradicionales que más nos gustan. A pesar de todo, no tenemos prisa por devorarlos, ya que casi es tradición que los dulces duren hasta por lo menos el día de la Candelaria.
Procuro quedarme en casa hasta al menos el Día de Reyes. A pesar de que ya no tiene esa magia y esa ilusión que tenía cuando los hijos éramos los peques de la casa, al menos desde hace ya varios años mantengo la tradición de preparar varios roscones para repartir y compartir con la familia. El último desayuno de Navidad en mi casa, una taza caliente de chocolate bien espeso con un pedazo de roscón, siempre ha sido el gran punto final de unos fantásticos días de fiesta con la familia. Y espero que siga siendo así durante muchos años.
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