La Blanca Paloma espera en Almonte a que, fieles al calendario que marca el Lunes de Pentecostés, miles de peregrinos pongan rumbo al Rocío. Romeros, carretas, simpecados y botos camperos se unen en una comitiva donde el folclore, la religiosidad y también la diversión comparten escenario.
Desde Sevilla y las grandes hermandades hispalenses como Triana; desde Cádiz, Doñana mediante, en el salto desde Sanlúcar de Barrameda, y desde muchos otros puntos de la geografía española, el Rocío vibra y se llena de color, música y, lo que hoy nos ocupa, mucho sabor de recetas puramente andaluzas.
De momento, si hablamos de 2021, hablaremos del segundo Rocío que los peregrinos se pierden, aunque todos aquellos que sientan una pizca de fervor por la Blanca Paloma y por la cocina se pueden dar el gustazo en casa porque las recetas son bien sencillas.
Las carretas y las cestas se rellenan de provisiones para aguantar varios días, porque cuando el rociero pone pie a tierra, el hambre azuza y los reposos alrededor del puchero cobran vital importancia. Aunque teñida de algarabía, el Camino del Rocío es exigente cuando se realiza a pie, por la noche bajan mucho las temperaturas, y hay que reponer fuerzas.
Es el caso del clásico potaje rociero, del arroz campero o de la berza jerezana, platos de mucha sustancia y muy reconfortantes -lo que la modernidad ha llamado comfort food- y que sientan especialmente bien cuando uno lleva unos pocos kilómetros y hace un alto en el camino.
Confluyen así herencias andaluzas, raíces gitanas y, sobre todo, muchísimo producto de proximidad que se dispone entre parrillas, brasas, fuegos y hornillos, no dejando nunca atrás la importancia de lo que ya hemos metido en el petate.
Comparten telón así los arroces camperos con las siempre socorridas tortillas de patata, las berzas jerezanas con los filetes empanados y las papas con choco, estandarte de toda la costa atlántica andaluza, con un carrusel de embutidos y mariscos de la zona.
Todo ello no deja de ser regado, evidentemente, con vinos de la tierra y una importante presencia de jereces, aunque las noches -cuando el coronavirus lo permitía- eran de vaso largo y mucho cante.
Un Rocío para comérselo
La cocina de aprovechamiento gana enteros, más aún cuando hay que reponer fuerzas a medio camino y los exigentes mediodías onubenses aprietan en calor, por lo que tampoco vamos sobrados de tiempo para ponernos a cocinar.
Es en ese momento cuando, a modo de aperitivo casi, las papas rocieras -o patatas rocieras- cobran especial importancia. En este caso hay patata cocida, huevo fresco y luego, al gusto, distintos aportes de proteínas.
Las opciones van a gusto del consumidor, del bolsillo y de lo que tengamos a mano. Es habitual hacerlas con las carnes del puchero (tocino, costilla, jarrete y jamón) o con pescado, ya sea bacalao desalado o atún en conserva, que habrá que escurrir.
Es frecuente también que participen dos ingredientes clave de la cocina andaluza como son el jamón serrano y el huevo duro. En cualquier caso, saldrá una especie de ensaladilla que iniciamos machacando unas patatas, a las que luego se añade el huevo batido y se mezcla a conciencia.
A ello se le añade un toque de pimienta, a veces de nuez moscada, y dejamos que los huevos se integren a conciencia. Con la masa hecha, que tampoco debe ser un puré, ya se desmigan las carnes o los pescados, a voluntad, y suele rematarse con un toque de ali oli.
Recetas de las papas rocieras hay tantas como casas, aunque es posible que en algunos bares o restaurantes las hayáis visto simplificadas como unas patatas fritas con un chorro de ali oli, lo cual es hacerle un flaco favor a este plato.
A ritmo de cuchara
El apellido rociero también se lo lleva el potaje, que pertenece a esa estirpe garbancera que tanto arraigo tiene en España, compartiendo similitud con el clásico potaje de vigilia por el chup chup, pero no por los ingredientes.
Como aquí la abstinencia ya no tiene mucho que ver, el pescado se sustituye por una parte cárnica importante que nunca viene desprovista de chorizo y morcilla, que no deben ser curados o secos, sino lo más frescos posibles. También es habitual marcar el rehogado con alguna punta de carne de cerdo y de panceta, aunque se puede apostar por beicon.
Más allá, el sofrito no debe ir nunca sin ajo, pimiento, cebolla y, en este caso, tomate y alguna zanahoria, para dar dulzor y acidez, amén de una puntita de comino para que realce el gusto y ejerza el efecto carminativo que tanto deseamos cuando está el garbanzo en la olla.
A esa trilogía, sobre todo por la parte gaditana, se suma la necesaria presencia en los pucheros de la tradicional berza jerezana, herencia de la cocina gitana, donde el plato aparte de mucho color, por la presencia de la manteca colorá, tiene una parte de legumbre muy sustanciosa.
Deben ir a partes iguales los garbanzos y las alubias, remojados previamente, y se acompaña en lo vegetal de tagarninas, un pariente lejano del cardo, bastante común de forma silvestre en las sierras andaluzas y que cada vez se ve más de cultivo, aunque en origen es un cardillo muy humilde que ahora forma parte de esa idiosincrasia culinaria.
Todo el caldo se engorda con carnes de cerdo como el codillo, la panceta, amén de sacramentos habituales como morcilla, chorizo y la manteca colorá, que se encarga de dar más raigambre a la cazuela.
Allí se remata todo, ya para acabar y no recocerla, con la propia berza -aunque valdrá cualquier col-, y donde la sazón también lleva tallo de apio, así como su pizca de pimentón y de comino.
El imperio del arroz y del pan aprovechado
Evidentemente son platos que demandan pan, generalmente de hogaza y de miga prieta, porque no pretenderemos que durante el camino abunden las panaderías para encontrar baguettes. Así que el pertrecho de la hogaza se hace en el origen, recurriendo a ella más adelante.
Es el caso de las clásicas migas de pastor, que en el caso andaluz vienen también nutridas de chorizo y ajo en abundancia, y cuya clave está en un buen remojado del pan, por lo que es habitual que se presenten como desayuno, también con alguna tajada de tocino frito, y con su huevo -también frito- como corona.
Amén del aprovechamiento de legumbres y panes, las recetas rocieras también implican cargarse de hidratos con el arroz como protagonista, formando parte de este tótem culinario los arroces camperos, que nunca vienen sin espárrago, haba o alcachofa.
Además, en esa búsqueda de la sustancia, no quedan atrás ciertos cortes del cerdo como vuelve a ser el propio tocino o la costilla. Del mismo modo que es habitual recurrir a algunas partes del pollo, además de para engordar el caldo, para disponer más chicha en el bocado. Incluso, al estilo de las marismas, hacerlo un poquito caldoso y con pato.
Más ligero, al menos a priori, es el clásico caldo rociero, que no deja de ser un caldo blanco con distintas carnes, saladas y frescas, que suele ser primer bocado de las noches al raso. La base es espinazo, tocino, morcillo y la parte vegetal, de apio, berza, nabo y repollo.
Como colofón, suele engordarse ya fuera de la cocción con unos picatostes o con un poco de huevo duro picado, además de un par de hojitas de hierbabuena, como es habitual en los pucheros de Andalucía Occidental, refrescando el condumio y dejando ese sutil aroma que a las sopas y caldos viene de maravilla.
Lo fresco, lo tradicional y lo dulce
Propio de algunas hermandades, sobre todo las que tienen origen cordobés, el salmorejo y el gazpacho también suele hacer acto de aparición porque exige poca tecnología, aunque buena mano con el mortero. Sus ingredientes no los vamos a descubrir ahora: pan, aceite, vinagre, algunas hortalizas y un buen tomate maduro. De ahí, el acompañamiento clásico de jamón picadito o huevo rallado y con eso tener energía para unas cuantas horas.
Sin embargo, el colofón rociero necesita un contrapunto dulce y desayunos aguerridos. Imprescindible la tostada de manteca colorá o de zurrapa de lomo, o apostar directamente por el pan con aceite y tomate, junto al caldito rociero para entrar en calor a primera hora del día.
Ya en las paradas y como dulcería es habitual que se hagan durante los rengues -el momento de acampar y comer- donde se suelen dar cuenta de alfajores y de delicias traídas de la propia ciudad de la hermandad.
Aparecen así mostachones de Utrera, pocitos de Jerez, piñonates, pestiños, tortas de aceite, gañotes de Salteras, el mayetito de Rota, los mantecados y las famosas pezuñas de Almonte, que emulan al casco del caballo.
Aunque si se repite un postre, sustancioso y reparador, en las carretas, ese es la poleá, una suerte de gachas dulces muy frecuentes en Andalucía Occidental que se elaboran con harina de trigo o de maíz y que se infusionan con canela, anís, limón y anisetes, poniendo por encima unos cuantos picatostes recién fritos que son auténtica gloria bendita.
Todo sea para llegar con fuerza a la ermita, cantar a la virgen con fe y, si podemos -cuando se pueda, claro- saltar la Reja.
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