En 1981 Madrid no era una ciudad de hamburguesas gourmet, ni Instagram saturaba en amarillo con lonchas de cheddar derretido y no había que pensar en nombres estrambóticos para bautizar al más americano de los bocadillos.
Como si de un pionero se tratara, Alfred Gradus (Nueva York, 1941, - Madrid, 2020) se calzó bajo su apariencia de cowboy un delantal y demostró a la capital lo que eran las auténticas hamburguesas americanas, todas pertrechadas con su legendaria salsa barbacoa, aún hoy un secreto, y convirtió su local en Lagasca 5 (pleno barrio de Salamanca) en la sede de operaciones desde las que sus sencillas hamburguesas colonizaron Madrid.
Ahora el barrio de Salamanca es un hervidero de alta restauración pero hace cuarenta años la batalla cotidiana se rumiaba entre bloques aristocráticos venidos a menos y poco que echarse a la boca -si de restaurantes hablamos-. Allí aterrizó Alfred, tras colgar los hábitos del ejército americano en su paso por Torrejón, donde se enamoró de España, de los españoles y de Ana Galindo (Madrid, 1945), su mujer (a la que conoció en 1963), con la que se lanzó a la aventura hamburguesera en 1981 con Alfredo's Barbacoa.
Nueva York, Texas, Dakota del Norte, Torrejón de Ardoz, Alemania son solo algunos de los puntos marcados en el mapa de este cowboy de ciudad, al que su periplo militar le destinó en 1963 en esta base militar de la periferia madrileña y en cuya cantina no faltaban las hamburguesas. Harían falta 18 años y vestirse de civil para que Alfred reemplazase camuflaje por trapo de cocina y un breve paso por San Antonio (Texas) donde se familiarizó como un vaquero más del mundo de la barbacoa y donde aprendió a hacer la salsa con la que construyó su éxito.
Aparcada la vida militar, Alfredo decidió pasarse a la zona de los fogones de la propia base de Torrejón, donde permaneció varios años, y que le reconectó definitivamente con la ciudad de Madrid, cuyo ambiente divertido y festivo le terminó de conquistar en los setenta.
Con la cabeza ya asentada y con la ayuda de los galeristas Kreisler, que le ofrecieron el local de Lagasca, Alfred y Ana se pusieron manos a la obra para destilar ese sabor americano sin tapujos: pan, carne, tomate, lechuga y la salsa barbacoa. Purismo en cada bocado que paladeaba de igual forma la alta sociedad capitolina y el joven ávido de hamburguesas, cuando aún el fenómeno McDonald's o Burger King no tenían el predicamento que hoy tienen.
La expansión no se hizo esperar y pronto colonizarían también la zona norte de Madrid, abriendo en 1986 el segundo local en la calle Juan Hurtado de Mendoza, en Chamartín, y un tercero en Conde de Aranda (ya en 2013, muy cerca del primer local), fieles a la estética sureña que se quiso imprimir a la marca, ajena al cosmopolitismo de Nueva York y más cercana al sur profundo de un western con Sam Elliot como protagonista, teñido de alguna bandera confederada y con el country a doble pletina como hilo musical.
Tradiciones que se fundían igual que el cheddar de sus sándwicher sobre su generosa carne (de vaca española) y que se despacha en más de 8.000 hamburguesas mensuales (de hecho, por sus cocinas pasan mensualmente más de 1.500 kilos de carne, según confesó el propio Alfred a El País). Lo que no se podía contar era el secreto de la salsa, más protegida que el oro de Fort Knox, y que solo se conoce dentro de la familia de las que la segunda y tercera generación se encargan hoy de honrar el legado de Alfred, el que hoy nos deja y al que seguramente la mejor forma de honrarle sea poniendo Patsy Cline en un tocadiscos, cargando una hamburguesa en una mano y disponiendo a Jack (Daniel's) o a Jim (Bean) en un vaso con la otra.
Imágenes | Alfredo's Barbacoa / Víctor Llorente
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