Aunque cada día soy menos joven, en la jerarquía familiar aún tengo el rango de nieto, por lo que además de disfrutar de la compañía de mi maravillosa abuela, también estoy exento de organizar los grandes eventos navideños, por mucho que escribiera en Directo al Paladar. No es que me disgustara, pero no imaginaba que me estaba perdiendo el placer de cocinar para la familia.
Ayer mismo tuve al fin la ocasión de encargarme de una pequeña comida familiar, todo gracias a mi tía, que nos juntá a unos cuantos en su casa y me pidió que le hiciera algunas de las recetas que he publicado en el blog. Cómo negarme.
El menú que acordamos, por si tenéis curiosidad, además de las habituales gambas, jamón, patés y demás, fue el siguiente: para los entrantes, unas tartaletas picantes de espárragos, de plato principal, magret pato con salsa de granada, y de postre, el sencillo pero delicioso pastel de chocolate y piña.
Así que dicho y hecho, me fui a comprar los ingredientes y a empezar a cocinar. Nunca suelo cocinar para más de cinco o seis personas --y normalmente para uno o dos-- así que preparar semejante menú para el doble de personas era todo un reto para mi, no tanto por manejar las cantidades, que se soluciona aritmética básica, sino por la logística de preparar todo casi al mismo tiempo.
No voy a entrar en detalles de cómo conseguí salir vivo de esa cocina. Por momentos aquello parecía el camarote de los hermanos Marx, porque tenía a mi sobrinita y a mi prima desgranando granadas, a mi tía arriba y abajo preparando el resto de cosas y yo allí, tratando de dorar cinco magrets de pato al punto mientras vigilaba que no se quemaran las tartaletas.
En realidad todo estaba saliendo bastante bien y no hubo ningún imprevisto, pero notaba como la adrenalina fluía por mis venas, y eso que aún me faltaba lo mejor, porque el auténtico placer de cocinar para la familia es sacar la primera remesa de tartaletas y ver cómo desaparecen de las bandejas al mismo ritmo que la gente se lleva los dedos a la boca en un último intento de retener su sabor.
Lo mismo ocurrió con el pato, incluso a pesar de que había preparado para que sobrara y que el aperitivo fue copioso, apenas quedaron tres tristes trozos en la mesa, ¡Si hasta se comieron la guarnición de cebolla! así que no os podéis imaginar la alegría que inundó mi corazón, y más aún teniendo a mi tía sentada al lado, fiel lectora, disfrutando de lo que había cocinado.
Quizás el pastel fue lo que menos triunfó, en parte porque el hambre flaqueaba y en parte porque no me salió tan rica como la vez anterior, incluso menos apetitosa --no tenía mi molde desmoldable y se rompió un poco-- aunque seguía siendo el pastel esponjoso y ligero ideal para rematar una comida abundante.
Sea como fuere, ahí estaba yo, ligeramente reclinado sobre la silla, apurando la copa de vino, observando la felicidad de los presentes, las risas, la alegría en los ojos... y me regocijaba saber que aunque solo fuera un poco, mi comida había colaborado en esa felicidad.
Creo que ahí reside el placer de cocinar para la familia, en poner tu granito de arena para que esos momentos alrededor de la mesa nos hagan olvidar todo lo malo que pueda haber en la vida y podamos disfrutar de la compañía de los seres queridos.
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