España, entre las ofensas que cometió con la cocina italiana, siempre tuvo especial predilección por recocer hasta la saciedad cualquier tipo de pasta. Da igual que fueran macarrones, espaguetis, rigatoni, tallarines, gnocchis…
No había pasta que se resistiera a la contundencia de nuestras ollas y cazuelas, dejando bien blandas y, como diría mi madre, chuchurrías la mayor parte de pastas, acabando en una textura gomosa y fácil de deshacer que dista mucho del concepto al dente que manejan los italianos.
Sin embargo, hay una receta —o tipo de recetas— donde es más conveniente que nos pasemos de frenada con la cocción de la pasta y nos quede más blanda de lo habitual o que, cuanto menos, no la cocinemos al dente.
Se trata de la ensalada de pasta, donde es muy frecuente que utilicemos fusilli o farfalle, y en los que un extra de blandura en el resultado final será mucho más agradecido para que la receta acabe siendo un éxito y todo se debe a la química.
Cuando hacemos pasta y luego se enfría, sus moléculas de almidón se endurecen —lo que también hace, por ejemplo, que la pasta no eleve tanto el pico glucémico debido al almidón resistente—. Lo malo es que también la pasta se endurece y tiene una textura más rígida y menos agradable, especialmente si la vamos a consumir fría o ligeramente atemperada.
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Como las ensaladas de pasta nunca se comen calientes —salvo rarezas—, debemos cocer la pasta un poco más para que no suceda lo antes mencionado. ¡Ojo! Cocer un poco más significa darle dos o tres minutos más o de lo común, no pasarse y dejar la pasta cocinándose durante media hora.
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