Cañas bien tiradas, botellines fríos, tapas de cocina con cada consumición, raciones económicas, bocatas ricos y, en muchas ocasiones, un menú del día casero por 10 euros o menos.
El “bar de toda la vida” –o “bar de viejos”, como se conocen, al menos, en Madrid– ha sido durante casi un siglo el modelo hegemónico de la restauración en España.
Los había mejores o peores, pero todos tenían en común un modelo de negocio familiar que permitía abrir de desayunos a cenas, con solo un día de descanso semanal, manteniendo precios económicos y una calidad, cuanto menos, aceptable.
Desde el punto de vista del cliente, no hay nada mejor. Entre otras cosas, porque varias generaciones de españoles nos hemos criado dando por hecho que este tipo de bares eran la norma, no la excepción. Y, ahora que en muchas ciudades cuesta encontrarlos, nos llevamos las manos a la cabeza, cagándonos en el 100 Montaditos, los modernos, los pijos –eso siempre– y las raciones de bravas congeladas a 15 euros.
Pero, aunque nos joda, la desaparición de los bares de viejos es una buena noticia. Sobre todo, para las personas que ya no curran ni currarán en ellos.
Una restauración esclavista
La historia que nos han contado dice que, a medida que lo que se considera el centro de la ciudad se expande, la temida gentrificación llega a los barrios y, con ella, desaparecen los bares de viejo. Los bares que más nos gustaban.
Pero, si bien es cierto que la gentrificación está echando a la gente de sus casas, esos bares iban a desaparecer de cualquier forma. Que suba el precio de los alquileres acelera su extinción, pero están cerrando, en todas partes, a medida que se jubilan –a ser posible, antes de tiempo– sus últimos propietarios.
En mi antiguo barrio de Madrid fueron desapareciendo poco a poco todos los bares que me gustaban. Primero fue el O' Buraco, un bar familiar, con una tortilla de patatas de escándalo y un menú del día casero y barato que, incluso después de la crisis de 2008, seguía congregando a todos los trabajadores del barrio. Abría de 8 a 23, de lunes a sábado, cuando no se alargaba la hora de cierre.
La pareja que abrió el bar se jubiló y, su hijo, que trabajaba con ellos, prefirió empezar a trabajar de transportista que quedarse con el negocio y seguir currando en la hostelería, de la que estaba harto.
Después del O' Buraco sucumbió el Río Narcea, otro bar de toda la vida, donde me gustaba ir a comer un siempre reconfortante bocadillo de chicharrones. Uno de los dos hermanos que llevaba el negocio se jubiló y el más pequeño, aunque aún que tiene que cotizar unos cuantos años más, decidió no continuar con el negocio y buscarse las castañas para llegar completar la pensión por otro lado. El local sigue prácticamente igual, pero lo ha cogido otra familia joven que, claro está, ha reducido enormemente el horario y ha cambiado la carta.
Un empleo a “media jornada”
Son dos ejemplos anecdóticos, pero fácilmente replicables en cientos de bares de toda España. Los propietarios ya no están dispuestos a seguir manteniendo un modelo de bares y restaurantes cuya supervivencia se basaba, única y exclusivamente, en jornadas laborales que en muchos casos alcanzaban las 90 horas semanales. Más del doble de lo que trabaja el resto de los mortales.
Y si los propietarios no están dispuestos a trabajar tanto, aún lo están menos los empleados.
Cuando el presidente de la patronal de los hosteleros españoles, José Luis Yzuel, aseguró en un encuentro que en la hostelería “toda la vida hemos hecho media jornada, de 12 a 12”, se montó un buen revuelo. Enseguida se apresuró a decir que era “broma”. Pero todo el mundo sabía que no lo era.
Es lo que ha estado trabajando muchísima gente, al menos, hasta la pandemia, cuando, en pleno confinamiento, muchos trabajadores de la hostelería descubrieron que se vive mejor sin trabajar tanto. Y comenzó la gran renuncia .
Hostelería de España calcula que el pasado verano se podrían haber creado entre 30.000 y 50.000 empleos más en el sector “si no tuviesen estas complicaciones para encontrar mano de obra adecuada”.
Las “complicaciones”, no nos engañemos, residen en su mayor parte en que ya nadie quiere trabajar “a media jornada”; y el modelo de muchos negocios se basaba, precisamente, en que todo el mundo trabajara más de la cuenta compensando, solo parcialmente, el trabajo extra con dinero negro.
¿Estamos condenados a tener bares de mierda?
A la vista está que el modelo del “bar de viejos” no puede, ni debe, existir en el siglo XXI. Si sobrevive, parcialmente, es gracias a colectivos de inmigrantes que sí están dispuestos a echar el porrón de horas que los españoles ya no están dispuestos a trabajar. Pero esto ni parece justo, ni durará mucho tiempo.
¿Nos condena la desaparición de la tasca de viejos a sufrir bares clónicos con tapas de mierda? En parte parece que es así. Gracias a una gran capacidad financiera y una economía de escala son las grandes cadenas de restauración las más capaces de abrir establecimientos que funcionan con empleados para los que se cumple, al menos, el convenio.
Pero no todo está perdido. Aunque las reconversiones son duras, en España amamos los bares y, poco a poco, se irán estableciendo modelos alternativos. Son muchas las nuevas tabernas, lideradas por gente joven, que tratan de recuperar el espíritu del “bar de viejos”, pero sin todo lo que ya nadie está dispuesto a aceptar. Y esto pasa, necesariamente, por horarios limitados –se acabó para siempre el estar abiertos de desayunos a cenas–, precios más elevados y una oferta más restringida.
La especialización de los bares será cada vez mayor. Un modelo del pasado siglo, que podría resucitar, es el de la bodega sin cocina, que abría solo antes de comidas y cenas. También sobrevivirán los bares de pinchos con cocinas muy pequeñas y especializadas, como ocurre en Logroño o Zaragoza, en solo uno o dos bocados. Así aguantan algunos de los bares más antiguos de nuestras ciudades, que podrían seguir funcionando.
En el momento en que haya carta de raciones, muchos bares devendrán en restaurantes, con horarios más centrados en comidas o cenas y menús del día bastante más caros. Los desayunos quedarán reservados a las cafeterías de horario diurno.
El bar de viejos que conocíamos ha muerto. Pero sus trabajadores van por fin a vivir.
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